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Carta a un amigo sobre Polonia y el individualismo liberal

Querido B.: Después de nuestra charla de anoche, muy grata por tantos motivos, memoria y renovación de entusiasmos pasados que vuelven al reencontrar a aquellos con quienes los compartimos, me quedé dando vueltas a esos últimos flecos de nuestro debate que no pudimos peinar adecuadamente por requerirnos otros de los muchos temas que desde tanto tiempo atrás teníamos pendientes. No me resisto a escribir estas líneas con aclaraciones que quizá no necesites; excúsalas, si tal es el caso, por mi afán de que al menos alguien como tú, cuyo criterio cuenta mucho para mí, no malentienda mi postura res...

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Querido B.: Después de nuestra charla de anoche, muy grata por tantos motivos, memoria y renovación de entusiasmos pasados que vuelven al reencontrar a aquellos con quienes los compartimos, me quedé dando vueltas a esos últimos flecos de nuestro debate que no pudimos peinar adecuadamente por requerirnos otros de los muchos temas que desde tanto tiempo atrás teníamos pendientes. No me resisto a escribir estas líneas con aclaraciones que quizá no necesites; excúsalas, si tal es el caso, por mi afán de que al menos alguien como tú, cuyo criterio cuenta mucho para mí, no malentienda mi postura respecto a un punto de compromiso intelectual y cívico al que sigo dando tanta importancia como el día, tan lejano y tan nítido en el recuerdo, en que nos conocimos.Empezaré por una breve recapitulación para situar de nuevo la cuestión que nos ocupó. Nuestro punto de origen fue una reflexión sobre las noticias actuales que nos llegan de Polonia. Frente a mis consideraciones asqueadas sobre el socialismo «real», tú defendiste que el gobierno de Gierek -quizá por presión o indicación soviética, en cualquier caso con permiso de su amo- había mostrado una cierta flexibilidad negociadora, impensable, por ejemplo, en tiempos de Gomulka; que el impacto oficial del movimiento huelguístico ha sido mucho mayor de lo que hubiera podido admitirse en circunstancias similares bajo una dictadura como la franquista y que todo ello te parece signo de algo así como una «posibilidad de juego» dentro de la burocracia dominante. Pero lo más evidente es que te molestaba la manipulación informativa de las noticias de la huelga y la delectación enfática en ellas de ciertos órganos de Prensa poco sensibles a otros conflictos laborales más próximos y no menos significativos.

Fue inevitable la referencia al boicoteo decretado por Carter contra las olimpiadas y seguido dócilmente por sus aliados en la renovación de la guerra fría, coreado con argumentaciones moralizantes de las que revuelven el estómago por las bocas que las pronuncian, las circunstancias que las rodean y la estupidez intrínseca que las constituye. En este punto, nuestro acuerdo era total, aunque no fuese más que por nuestro conocimiento de la génesis y funcionamiento de las olimpiadas en la Grecia clásica, donde jamás fueron apolíticas, y también por mi convicción personal de que tampoco tendrían por qué serlo: pero este es otro cantar. Al asistir a la campaña anti-olimpiadas uno hubiera querido que el régimen soviético tuviese algo positivo por lo que mereciese ser defendido de sus críticos «liberales», que, en el mejor de los casos, ni ética ni intelectualmente valen mucho más que Suslov: pero desgraciadamente a la breznocracia no hay modo de salvarla. Y algo de esta nostalgia me pareció encontrar en tu argumentación: algo de «es tan fácil dé criticar que quizá sea provechoso indagar si acaso es mejor de lo que parece», unido al viejo «no hagamos el juego». O como diría Sartre: no hay que desanimar a Billancourt, y añadamos: ni tampoco ayudar ideológicamente a la Trilateral.

Pero en este punto, como sabes de antaño y ayer volví a repetírtelo, sigo puro y duro: en este mundo de complicidades forzosas, ninguna complicidad debe ser justificada como inevitable ni excusada como oportuna y menos que ninguna la complicidad con la irrisión práctica del anhelo de un orden social justo y libre. La realización histórica del proyecto marxista se parece a dicho orden como la parálisis a la serenidad, and no mistake. Valga este dictamen para el bloque del Este europeo, para China, para Cuba, para Vietnam, Camboya, Angola, etcétera... ¿Que la culpa no es de la maldad de unos cuantos hombres, sino del complejo y global horror de la historia? Pues dalo por dicho. En el mundo del espanto y la explotación, el espanto y la explotación son lo más fácil de justificar de uno u otro modo. Pero también es cierto que en la teoría marxista (no en el leninismo ni en el estalinismo, ni tampoco en el marxismo vulgar o desnaturalizado, sino en el «verdadero» marxismo) hay muchos indicios de algo que está dispuesto a echar una manita al horror histórico con el pretexto de erradicarlo algún día. Lo cual no hace al marxismo inservible como herramienta de liberación, sino peligroso: altamente explosivo.

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A lo que íbamos: hacer el juego es callar, no señalar con toda franqueza y lucidez que uno pueda qué es lo que no marcha. El socialismo «real» no marcha, ni poco, ni mucho, ni nada por el camino soñado; y los partidos más o menos dulcificados de socialismo autoritario que funcionan en las democracias occidentales no dan pie para suponer que sus proyectos burocráticos vayan a ser mejores que los ya vigentes, pues las libertades llamadas formales se han visto incorporadas a ellos más como concesión electoral que por una articulación medianamente lógica o convincente con el resto de su programa. Son demócratas por las razones de los capitalistas y comunistas por los motivos de los soviéticos. Este maridaje poco sano da hijos tarados, de seguro, aquí y en los países del Este que se van poco a poco descongelando. ¿Sabe lo peor del caso polaco? Que la Iglesia va a salir fortificada de todo esto. El cardenal Wyszynsky ,ya predica el trabajo como condición natural y santa del hombre a los huelguistas; dentro de poco, Gierek se convencerá de la utilidad antisubversiva de la doctrina católica y procurará entrar en la catedral de Cracovia bajo palio. Quizá hace veinte siglos hubo algo así como un comunismo cristiano en agraz; pero los tiempos siguen avanzando y pronto se logrará algo mucho más sólido y estable: un comunismo católico. Paso adelante de los güelfos y otro paso atrás de los gibelinos, que llevamos un lustro fatal.

Y entonces, cuando yo insistía -«hay que decirlo, no se puede dejar de decirlo»-, me hiciste una broma un poco amarga sobre mi posible adscripción a los «individualistas liberales», a los «neoliberales», a los «anarcoliberales» y tutti quanti. Fue un golpe bajo, reconócelo, porque ya sabes de mis simpatías escasísimas por toda esa laya de ex fanáticos (de izquierdas o derechas) y aprovechados que hacen el meritoriaje para asesores ministeriales. Luego la charla derivo por vías más gratas y hacia el silencio, pero se me quedó el reconcome de tu cariñoso exabrupto: tal es el motivo de esta carta. Establezcamos de entrada dos cosas muy claramente: primera, que una cosa es no callar ante las tropelías de las burocracias socialistas y apoyar abiertamente a quienes en ellas reclaman unas libertades cuya eficacia subversiva antitotalitaria es indudable y otra reducir la brega política en las democracias occidentales a tales denuncias y a cantar con trémolo menopáusico las excelencias de los derechos humanos en otras partes amenazados; segunda, que la razón para combatir el ideal político del liberalismo o individualismo liberal es a fin de cuentas la misma que lleva a enfrentarse con las burocracias totalitarias, de las que el individualismo liberal es cómplice y reflejo: tal razón es el peligro de hiperestatalización y la disminución progresiva de capacidad de intervención directa de cada cual en la gestión de los asuntos comunitarios que le afectan. Respecto al primer punto, te remito al excelente artículo de Marcel Gauchet aparecido recientemente en Le Débat con el expresivo título de «Los derechos del hombre no son una política». Respecto a lo segundo, voy a aclararte un poco más aún mi postura.

Hay una serie de realidades sociopolíticas elementales que los libertarios del pasado siglo y comienzos de éste conocían perfectamente y que hay algunos de quienes no renuncian a calificarse a sí mismos de «anarquistas» parecen ignorar. Recordémoslas, pues: Estado e individuo son entidades complementarias y simétricas; el establecimiento del individuo como entidad autónoma y cerrada se hizo posible precisamente al crearse el Estado contemporáneo, interiorizado, laico, antiabsolutista y antiestamental. Según crece la autonomía del individuo, su independencia de comunidades subsidiarias locales, su movilidad, su desvinculamiento de cualquier forma de asociación tradicional o gremial obligada va refórzándose correlativamente la abstracción estatal y su control absoluto de todo funcionamiento social. El individuo es un invento del Estado y necesita de éste para subsistir; será tanto más fuerte- y autónomo cuanto más eficaz heteronomía colectiva dispense el Estado nodriza. Al crear al individuo, el Estado aniquiló todas las instancias intermedias que podían servir de obstáculo a su poder: hoy puede intervenir para salvar a un hijo de sus padres, por ejemplo, porque cualquiera es individuo antes que hijo. Estado e individuo, en perfecta soledad, se miran frente a frente, como Kierkegaard y su Dios. El individuo se vincula al Estado tanto como se desvincula de todos los grupos de todos sus próximos: ya no tiene semejantes, sino iguales. Se ha vaciado de sustancia social para hacerse intercambiable, según el modelo del dinero que constituye su única sustancia estatalmente relevante. Pero esto es hacia afuera, hacia la comunidad. Renunciando toda capacidad efectiva social, el individuo gana su intimidad; allí dentro, cada vez más dentro, entregado a sus pasiones, a sus aficiones, a su satisfacción psicológica, al enredo y desenredo de lo que sólo a él concierne (y eso, ¿qué es?), el individuo se convierte en monstruo sentimental de su laberinto. El sociólogo Richard Sennett ha descrito en «La intimidad represiva» a los individuos encerrados en la pequeña cámara de los horrores de su yo, agobiados de peculiaridad interna y desinteresándose más y más de cualquier cuestión pública, entregando la gestión de lo de «fuera», de la comunidad toda, a los abnegados especialistas estatales. Por ello, lógicamente, cualquier empeño antiestatal tiene que ser también radicalmente anti-individualista.

Ya sé que no ignoras todo esto, así como ves claramente que los individualistas liberales de nuevo cuño funcionan, pese a su supuesto antiestatismo, como puros estómagos agradecidos del Estado, exaltando hastía el ditirambo cualquier iniciativa que les beneficie, que les «individualice» y «libere» un poco más o regañándole enfurruñados cuando no les dispensa algún pequeño privilegio por el que deberían quedarle más deudores todavía. Pero en lo tocante a mí, quería dejarte bien clara mi posición al respecto, aunque a veces pienso que la conoces y la comprendes mucho mejor que yo mismo.

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