Tribuna:

El retorno de los bruja

Enumera Fernando Sánchez Dragó los signos terrenales de la escalada incontenible de la espiritualidad en el mundo contemporáneo: Arrabal reza en católio, Berilard Lévy vuelve los ojos a a Biblia, Bob Dylan cae del caiallo y se convierte a la religión de sus mayores, Wojtyla se transforma en superestar. Jomeini hace la guerra santa y Gárgoris y Habidis va por la décima edición. Obtiene mi amigo Sánchez Dragó de la suma de estos síntonas dos trascendentales concluiones: ruina de la era materialisa iniciada en la revolución fran:esa y rematada por la «contrarevolución marxist...

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Enumera Fernando Sánchez Dragó los signos terrenales de la escalada incontenible de la espiritualidad en el mundo contemporáneo: Arrabal reza en católio, Berilard Lévy vuelve los ojos a a Biblia, Bob Dylan cae del caiallo y se convierte a la religión de sus mayores, Wojtyla se transforma en superestar. Jomeini hace la guerra santa y Gárgoris y Habidis va por la décima edición. Obtiene mi amigo Sánchez Dragó de la suma de estos síntonas dos trascendentales concluiones: ruina de la era materialisa iniciada en la revolución fran:esa y rematada por la «contrarevolución marxista», y retorno riunfal de Dios al viejo escenario del Occidente judeocristiano. Respetable interpretación de una nuy discutible sintomatología de a modernidad, pero inferencia diametralmente opuesta a la que lego yo a partir de esos mismos ejemplos entresacados con bisturí de la hipercompleja actualidad, premisas secundarias que en todo caso, parecen diabólicamente dispuestas para convencer a quien las leyere y entendiere de todo lo contrario: la excelente saud histórica del pensamiento materialista por la escasa enjundia apodíctica de esa Nueva Espiritualidad pretendidamente avasalladora de lógicas, racionalidades, ciencias y corduras.Porque si en mucho aprecio la rigente tarea sanchezdragoniana, por ejemplo, no es por su intencionalidad coyuntural del retorno a lo sagrado, sino por su estimulante voluntad paradójica acaso no pretendida, pero inocultable. Quiero decir -ya lo dije en su día aquí mismo: por la alegre inversión novelera -viajera- que hace del plúmbeo y hasu ahora incorruptible y dominante dogma historiográfico tramado alrededor de ese género literario que hemos dado en llamar «España como problema»: evidenciando el libro, en su circular y larguísima aventura narrativa la aleatoriedad del mito de los orígenes nacionales y la falsabilidad divertida de la erudición menendezpelayista, sanchezalbornocista o menendezpidaliana. Y es bien sabido que la paradoja constituye uno de los artefactos retóricos menos mágicos de la lógica y el tormento atroz de todas las sinrazones, aunque a mi admirado Fernando el neocatólico ya no le convenga así al cabo del tinglado sociológico armado -y muy bien armado- en torno a un best-seller que nació sin vocación de tal como me consta, y de ahí la originalidad del caso y las derivaciones y contradicciones posteriores.

Descreo del revival de Dios, pero estoy convencido del boom de los teólogos. Mejor dicho: precisamente porque los teólogos vuelven a protagonizar el espacio central de lo sagrado, es altamente probable el renacimiento impetuoso del espíritu profano en las sociedades industrializadas. Me refiero aquí, naturalmente, a los nuevos teólogos, no al despertar de la arcana tradición teológica. La noticia sintomática no está en la recitación de las hierofanías establecidas por el autor brillante de Gárgoris y Habidis (Gargaris y Havido, llamaba Quevedo a esos dos disparates genesíacos de «lo español». despachados sin contemplaciones como cosas del padre Mariana), sino en el surgir inesperado de la nueva teología y su incorporación al discurso mundano, incluso al discurso de la progresía mal reciclada para la nueva situación a consecuencia de las causas protagonizadas por Pohier, Schillebeecks y Küng, con el proceso de Galileo como telón de fondo.

Andan esta temporada las secciones significativas de cartas al director -especialmente la destinada a Juan Luis Cebrián- materialmente ocupadas por teólogos en ira. Llenos están los periódicos y revistas de tribunas libres, editoriales forzosos y columnas metonímicas dedicadas a comentar las decisiones penúltimas de la Congregación para la Doctrina de la Fe o las matizaciones de los encausados por confiados. Además de solidaridades. abajo firmantes, pliegos. protestas y otros entusiasmos teológicos procedentes de las más insospechadas instituciones de la ciencia divina: catequesis, pontificias, seminarios, facultades religiosas, secularidades, escuelas bíblicas, pastorías evangélicas. El teólogo como expresión firme de un espíritu de cuerpo cuando la constante idea que siempre tuve de esa arcana y entrañable figura hermenéutica era precisamente la contraria: un cuerpo -generalmente revestido de negro- especializado en el espíritu. La teología como movimiento ciudadano, como fenómeno social de masas. Tenía que suceder.

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Reflexionemos juntos. Arrabal, Lévy, Sánchez Dragó y otros conocidos y reconocidos literatos de admitida extracción atea defienden con vehemencia mística el escenario integrista en el que ahora se mueven las religiones del Libro para sobrevivir, a la vez que los reverendos Díaz Alegría, González Ruiz, Gafo, Caffarena y una apabullante lista de comillenses, dominicos, agustinos, carmelitas descalzos y teresianos nos refieren en los media las razones de la racionalidad. las verdades de la ciencia, la falibilidad de lo siempre tenido por infalible o la mundanería de lo inefable.

La teología opta sin ambigüedades por la heterodoxia prosaica y los grandes herejes de la sociedad del espectáculo se acogen deprisa y corriendo a los beneficios de la ortodoxia vaticana, chiita o hebraica. La situación hubiera encantado a Chesterton, especializado en razonar lo inexplicable. Pero ya no existen en nuestra cultura escritores que transformen la paradoja en narración y de ahí el tedio del lectorado. Sirva en todo caso esta profecía del autor del padre Brown. pronunciada hace más de medio siglo, para salir del paso: «El ateísmo contemporáneo nos está resultando demasiado teológico.»

Y a la viceversa, oso decir yo al verme rodeado diariamente y por todas las partes de teólogos nuevos. severos teologemas que jamás hablan de la Virgen María, de la distinción entre el cielo singular y los plurales infiernos, el misterio trinitario, las facultades del alma, la Navidad y otros fervores vanguardistas fin de siècle. Noto con tristeza poética que esta teología que se nos ha venido encima en plena revolución científica de la biología, la telemática. la física y otras irreversibilidades -hechos de civilización muy poco sagrados que están configurando un decisivo cambio de paradigma- no discursea ya de la totalidad, de los universales de la plenitud, de la infinitud, de la generalidad -aunque sí de la Generalitat- y del resto de los grandes temas borgesianos o de la literatura fantástica. Anda el sermo de Deo, por el contrario, atrapado en distingos matices. pormenores, diferencias sutiles, ambigüedades. particulares de este mundo, oraciones subordinadas, diezmos tercermundistas y primicias de andar por casa.

Se acabaron los tiempos gloriosos -literariamente gloriosos- en los que era posible aquel teólogo que Voltaire describe en su Diccionario filosófico, que para hacer honor a tal profesión intelectual todo lo quiso conocer, para estar a la altura de su vertiginosa misión y murió de sabiduría inútil. ¿Dónde están los teólogos de antaño. aquellos arquitectos de la totalidad y de la infinutud vana que, a su modo y manera. celebraron Chesterton, Kierkegaard, Borges, Voltaire, Russell, James o Ayer?

Retornan los teólogos, pero ya no son los mismos teólogos que en los colegios de pago de la Era del Racionamiento nos exigían las siete, diez o doce pruebas de la existencia de Dios, ni siquiera los que lograron demostrarnos, aquella tarde inolvidable, la primacía de la fe sobre la razón por el procedimiento sangriento del dogmatismo de la razón.

Teología ésta de las enormes minucias que orilla sin elegancia los grandes principios. Literatura profana, sin tratos con el Todo. Escritura que no se preocupa por estar «filosóficamente en lo Cierto» y por esa deserción -humana, terriblemente humana- se explica que los literatos que por definición no quieren estar filosóficamente en lo cierto ocupen el espacio tradicional de los teólogos.

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