Tribuna:

Todos creadores

El fenómeno que domina hoy el campo de la «cultura culta» es el de la industria cultural. Agustín Girard la define como la transmisión o reproducción de una obra cultural por medio de técnicas industriales. El libro y las reproducciones de arte habrían dado origen a las más antiguas industrias culturales, el disco representaría a la que tiene el desarrollo más acelerado y los filmes de televisión a la que llega a un público más extenso. La aparición de nuevos productos industriales en el mercado de la cultura es incesante y algunos parecen llamados a ocupar una posición muy importante: el víde...

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El fenómeno que domina hoy el campo de la «cultura culta» es el de la industria cultural. Agustín Girard la define como la transmisión o reproducción de una obra cultural por medio de técnicas industriales. El libro y las reproducciones de arte habrían dado origen a las más antiguas industrias culturales, el disco representaría a la que tiene el desarrollo más acelerado y los filmes de televisión a la que llega a un público más extenso. La aparición de nuevos productos industriales en el mercado de la cultura es incesante y algunos parecen llamados a ocupar una posición muy importante: el vídeo-disco y los vídeo-cassettes, por ejemplo.Las industrias de la cultura controladas en casi todos los sectores por las multinacionales, han sido y son unánimemente criticadas por las élites intelectuales de todos los países -Adorno, Horkheimer, Enzensberger y un largo etcéteracomo instrumento de envilecimiento cultural, de manipulación ideológica y de vasallaje político.

El problema, sin embargo, es mucho más complejo de lo que denota este catastrofismo elitista, y yo me atrevería a afirmar que, hoy, las industrias culturales son para la inmensa mayoría de los ciudadanos la vía insustituible de acceso al ejercicio cultural, aunque el mismo asuma, en un primer momento, la forma inevitable del simple consumo y de la pura diversión. Los millones de reproducciones de los impresionistas franceses, los millones de espectadores de los filmes de Bergmann, los millones de visitantes del centro Beaubourg, los millones de lectores de Heming~vay o de Malraux en libro de bolsillo, los millones de oyentes de Mozart o de Mahalia Jackson prueban que las industrias culturales están sirviendo para democratizar la cultura.

Nadie puede negar el enorme «debe» de la industria cultural: la homogeneización de los productos, la destrucción de las culturas minoritarias, la apuesta exclusiva al best-seller, la política de star-system, la apelación a los estímulos menos nobles de la estructura psicológica personal, -violencia y sexo degradado, etcétera.

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Y, sobre todo, la explotación sistemática del éxito cultural como vector de la penetración en el mercado general de productos: Grease y Saturday night fever, en manos de Gulf and Western supusieron el lanzamiento de la moda «disco» y más de treinta millones de discos vendidos en un año. Superman acompañó la presentación del filme con 1.507 productos derivados y en relación con el. Goldorak ha ocupado casi el 50% de la figuración en el mundo del juguete, de las pegatinas, de los posters, etcétera, durante el último año. De tal manera que la vieja designación frankfurtiana de industria cultural, calificada por Edgar Molin como industria ligera hace veinte años, debería llamarse hoy, como proponen Armand y Michele Mattelart, en su artículo de este mes en Le Monde Diplomatigue, industria pesada de la cultura.

Pero a estos hechos hay que oponer, como nos recuerda Girard, que hoy, en cualquier país postindustrial, el préstamo de un libro en una biblioteca cuesta más que el mismo libro; que el número de espectadores de un filme en sala de cine es treinta a cincuenta veces inferior al de sus espectadores en televisión; que la misma película vista en casa -y ante pantallas que pronto tendrán casi las mismas dimensiones que las de las salas de proyección- cuesta mil veces menos que en un cine; que mientras que el 15% de los ingleses va una vez al año al teatro, el 60% de la población británica asiste regularmente en su casa a representaciones teatrales de alta calidad; que la multiplicación por veinte, cien, mil, o en algunos casos hasta 10.000, del acceso del ciudadano a las obras de cultura, gracias a los productos culturales industriales, es simultánea con el estancamiento de la utilización directa de las instituciones culturales; que en Suecia, en los últimos diez años, se han quintuplicado los presupuestos de los museos y los visitantes apenas han aumentado en el 25%, etcétera.

Por todo ello, la anatemización general e indiscriminada de las industrias de la cultura es una pura exultación lírico-ideológica y su intento de sustitución por las formas de «acción cultural en vivo» no pasa de ser un piadoso deseo.

Políticas de la cultura

Este verano pasado, el Comité Internacional de Comunicación y Cultura, en colaboración con la Unesco y con el Consejo de Europa, organizó en Burgos un simposio internacional sobre Industrias de la Cultura y Modelos de Sociedad, en el que más de trescientos expertos de 41 países llegaron a la conclusión de que el problema de las industrias de la cultura no era el de su imposible, caso de que fuera deseable, suplantación, sino el de su enmarcamiento político y el de la «reestructuración funcional del uso de sus productos».

La política cultural de los Estados sigue estando, fundamentalmente, centrada en torno a la «cultura culta» y a la perspectiva patrimonial de la misma. Su propósito es el de conservar, acrecentar, difundir los objetos de cultura: productos de las artes plásticas, obras literarias y musicales, monumentos diversos. A esta concepción tradicional de la actividad cultural del Estado que encuentra su paradigma en la palabra con que se designa el ámbito de su enseñanza: «El conservatorio», han venido a agregarse en los últimos años la acción y la animación cultural.

Sin embargo, estos nuevos comportamientos posibles han padecido una terrible confusión en la elección de objetivos y medios, y en la definición y elaboración de los estatutos de sus actividades específicas. En general, las administraciones públicas -tanto central como regionales- no han logrado liberarse de un paternalismo, sin duda alguna bien intencionado, pero absolutamente incompatible con el propósito automovilizador y participativo de la animación cultural. A lo que hay que añadir la ausencia de técnicas y de instrumentos jurídicos apropiados y la falta de hábito de colaboración entre las asociaciones privadas y el poder. Todo lo cual quita eficacia a la intervención administrativa y disminuye la productividad de las inversiones del Estado y de las regiones.

El tema, desde luego, no es sencillo y debe consignarse aquí que el Consejo de Europa lo ha hecho objeto de una atención especial, dedicándole cuatro simposios entre 1970 y 1977 (Rotterdam, 1970; San Remo, 1972; Bruxelles, 1974, y Reading, 1976), consiguiendo que la Conferencia de Ministros europeos de la Cultura (Oslo, 1976) introdujera oficialmente en la práctica gubernamental de diversos países europeos los conceptos de animación socio-cultural, democracia cultural y pluralismo de las sociedades. Los libros de Finn Jor: Desmitificación dela cultura: animación y creatividad, 1976, y J. A. Simpson: Balance y herencia. Informe final sobre el proyecto de animación sócio-cultural, dan cuenta detallada de estos esfuerzos y de sus resultados.

Es obvio que lo cultural es inseparable de lo social y que su posible fecundidad depende muy estrechamente de la interpenetración de uno y otro y de la concreción de su ejercicio. Por esta razón es muy interesante, aunque sus resultados hayan sido escasos, la experiencia que aceptaron realizar entre 1970 y 1977, catorce ciudades europeas llevando a cabo un programa de actuaciones y de evaluación de sus políticas culturales globales. Stephen Mennell, director del proyecto, ha recogido y analizado esta experiencia en su libro Política cultural de las ciudades y el Consejo de Europa ha publicado su versión con el título de La vida cultural en la ciudad.

A la Comisión de Cooperación Cultural de ese Consejo se deben dos iniciativas importantes: la promoción de los mass-media de carácter local comunitario. y la formulación y presentación de, la Carta europea de la cultura.

La cultura como creación

Pero con todo ello seguimos en la «cultura culta» y en la cultura de dirección única, cuando justamente lo que estamos afirmando es que en la Europa de 1979 la única vía que nos queda de efectiva participación comunitaria es la cultura.

Ya que la dimensión creativa de la cultura no es sólo la del gran creador plástico, literario, cinematográfico, musical, etcétera, sino la del proceso de su recreación, en quien accede a sus obras y las incorpora a su vida inmediata. Ya que de eso se trata, de instalarse todos en la creación," atribuyendo esa condición tanto a la fase de eclosión como a la de circulación y recepción de la obra, y tanto a los procesos de alta cultura como a los de la vida cotidiana. Para ello hay que reintegrar la creación en la vida social, volviendo a acercar al artista al artesano y éste a aquél, y acabando con los dos estereotipos complementarios: el del creador maldito e incomprendido, y el de la sociedad sana y razonable que no necesita las «genialidades» de los creadores.

Porque la alta creación no alcanza su último objetivo hasta que no se disuelve en lo cotidiano y le infunde su capacidad germinativa, hasta que no lo hace también creador.

Para ello hemos de perfundir la sociedad en la cultura y la cultura en la sociedad, aboliendo las barreras entre alta cultura y cultura cotidiana, protegiendo las diferencias y concibiéndolas como supuesto de la unidad, dando la palabra a todos e imponiendo silencio, por algún tiempo, a los profesionales de la palabra, haciendo que la experimentación socio-cultural no sea una escapatoria lúdica de minorías exquisitas, sino una práctica popular, enraizada en la base y abierta a las masas.

No creo pecar de patriotero si digo que la contribución de España a esa tarea puede ser considerable. En primer lugar, este país está viviendo un intenso proceso de afirmación institucional de sus comunidades diferenciadas con vocación de ámbitos nacionales o regionales. Y en ese proceso y para esa afirmación la cultura ha sido el soporte esencial y su identidad colectiva se ha construido o se está construyendo, según los casos, sobre su identidad cultural. En esa dirección, España va a tener bastante que enseñar.

Pero es que, además, todos tenemos, como dicen los franceses, las virtudes de nuestros vicios, y la discontinuidad estructural -en lo económico y en lo social- de España, la labilidad de sus comportamientos, la fragilidad de sus instituciones, la primariedad de sus actitudes básicas, permiten, con mucha mayor facilidad que más arriba del paralelo 45, que lo cotidiano y lo popular como organizadores de la cultura sean puntos de emergencia de nuevas pautas colectivas, de otros modos de participación, de otro modelo de sociedad.

Y la cultura, como la nueva sociedad que puede generar, o será participante y popular o no será. Y, por eso; la creación, más allá de su dimensión sicológica, eminentemente individual, o es de todos y apunta a todos, o solo funciona, socialmente, como diversión y coartada. Cuando su destino es el de ser progreso, liberación.

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