Reportaje:Delincuencia juvenil: un callejón sin salida / y 2

Del reformatorio a los orígenes, y vuelta a empezar

Al otro lado de la pequeña puerta chapada que los residentes suelen utilizar como acceso al interior, el Colegio-Hogar del Sagrado Corazón de Jesús, también llamado reformatorio masculino de Madrid, podría ser tomado, a primera vista, por un antiguo instituto provinciano. Las galerías principales, construidas según los viejos canones de la distribución de espacios, empequeñecen las cosas y parecen una vivienda excesiva. No obstante, muy pronto se advierte que el olor a polvo de tiza da a la fortiflicación una cierta calidad de colegio, y el olor a tomate frito, una cierta condición de h...

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Al otro lado de la pequeña puerta chapada que los residentes suelen utilizar como acceso al interior, el Colegio-Hogar del Sagrado Corazón de Jesús, también llamado reformatorio masculino de Madrid, podría ser tomado, a primera vista, por un antiguo instituto provinciano. Las galerías principales, construidas según los viejos canones de la distribución de espacios, empequeñecen las cosas y parecen una vivienda excesiva. No obstante, muy pronto se advierte que el olor a polvo de tiza da a la fortiflicación una cierta calidad de colegio, y el olor a tomate frito, una cierta condición de hogar.Llegar a él con trece años y con la marca de unas esposas en la muñeca podría ser una experiencia agradable, si la disciplina obligatoria no provocase irremediablemente una intención de huida. Algunos de los chicos comienzan a preparar la fuga en el primer momento, cuando creen descubrir que a su alrededor todo es indestructible y cuando empiezan a suponer que los muros y sus administradores habrán de estar hechos del mismo cemento. Los mentores del colegio saben muy bien que hay una etapa crítica en la estancia de los niños recién llegados: quince días, destinados a la decisión final de irse o quedarse. Por eso, en el colegio se suele decir: «Si a las dos semanas no se han escapado, nunca se decidirán a intentarlo. »

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Dos semanas después los chicos han entrado en el ritmo de convivencia del colegio. A las ocho de la mañana, arriba-todo-el-mundo, aseo y desayuno; a las nueve, y hasta la una y media, clases de EGB; luego, alternativamente, comida y tiempo libre hasta las nueve y media de la noche, hora de la cena. Poco después, a-dormir-todo-el-mundo.

El ambiente es muy desenfadado. Como en todas las agrupaciones de niños, se imponen quienes gritan más, quienes más corren y, naturalmente, los más atrevidos: «Profe: déme un truja, que estoy asfixiao. » Levantar la voz, apretar el paso o dar un pitillo es ganar un amigo. Entre clase y clase, las galerías son un tatami donde se ensayan benévolos golpes de kárate. una avenida donde las camisas del Betis se cruzan con los monos azules, una plaza mayor a la que concurren hombres barbilampiños, bruscamente llegados a la madurez; van y vienen con cazadoras de cuero, de fibra sintética, de dril.

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A Eugenio González, uno de los profesores, le han salido canas y amigos entre los niños. Como muchos de sus colegas, echa de menos una clasificación previa, según casos y orígenes; no se puede enviar en un mismo barco a un niño que pierde la familia en un accidente de tráfico y a otro cuya banda viene de atracar una gasolinera. Quizá necesiten un mismo cariño, pero no un mismo tratamiento. Y, desde luego, no hay un modo mejor de conocer las razones que les han traído hasta aquí que el de escucharles. O leerles. A ver, ejercicio de escritura; título genérico: «Por qué he llegado hasta aquí. »

«Mis padres se separaron hace doce años, y desde entonces nos sentimos, mis dos hermanos y yo, muy desgraciados... He vivido casi toda mi vida con mis abuelos, y mis verdaderos padres, como aquel que dice, son mis abuelos.» A. G. L. Trece años.

«De pequeño estuve viviendo en el pueblo sin ningún problema, hasta que vinimos a vivir a Madrid; las cosas eran distintas y no pensaba en nada malo, sino todo lo contrario. Allí no te regañaban ni te pegaban en el colegio; en cambio aquí, si no te sabías la lección, te pegaban o te castigaban. Entonces decidí no ir al colegio y hacía novillos todos los días y me iba a unos grandes almacenes. Me iba simplemente porque allí hacía calor. Pero claro, veía cosas que me gustaban, y como no tenía dinero, pues las cogía, y como nunca me cogían iba todos los días... Yo decía, bien, robar está chupado. » A. A. C. Quince años.

«Con trece años empecé fugándome de casa y ejerciendo la mendicidad con unos papeles que ponía: "Somos unos mudos que pedimos. A ver si usted nos puede ayudar con algún donativo." Con este rollo estuve hasta los catorce años, no era muy agradable, pero las 3.000 pesetas las tenía seguras todos los días que salía a pedir.» P. S. Q. Quince años.

«Yo sólo he usado navajas, y me he peleado varias veces. Tengo dos navajazos en el cuerpo, uno en el pecho y otro en el cuello. Algunos del grupo llevaban pistola. No admitíamos a cualquiera. Primero teníamos que saber si "conocía bien las cosas", modos y maneras de robar, y de lo contrario no lo admitíamos, para que no ocurriera que cuando fuésemos a robar se pusiera nervioso o se chivase y nos lo estropease todo. Tenemos unas chicas fijas, y además procuramos conseguir otras en bailes o en pueblos, y en los clubs donde vamos, si las vemos que son muy lanzadas y no son muy formales, pretendemos conseguirlas y las decimos lo que hay.» J. M. C. Dieciséis años.

«Cuando tenía ocho años, mi madre trabajaba en una estación de tren cosiendo zapatillas: yo iba con mi hermana y a un panadero le quitamos tres barras de pan, porque mi padre estaba en el extranjero y a mi madre no le mandaba dinero para comer; mi padre estaba sólo con las tías putas del extranjenro, y como no me podía ver mi madre, robaba cosas en las tiendas, hasta que me fui acostumbrando a ser un ladrón.» J. L. C. S. Trece años (nuevo ingreso).

Como siempre, Eugenio comprueba dos tesis desalentadoras: la de que los delincuentes juveniles empiezan siendo desheredados juveniles y la de que muchas de sus familias siguen un curioso movimiento migratorio. Salen de Andalucía, Extremadura o La Mancha hacia Madrid, pero en Madrid sufren una suerte de desencanto, y los mayores emigran a Suiza, Francia o Alemania. La soledad inicial de los niños confinados en casas de familiares lejanos, la soledad final de los que llegan a los centros de beneficencia, la hostilidad del barrio y el forzado callejeo producen efectos imprevisibles. A veces, la afirmación de personalidad es un mensaje que viene del interior y se lee en la punta de una navaja. Un mensaje que exige una demostración de osadía.

( ... ) Por reducción al absurdo, los niños, muchos niños, no intentan huir. Se quedan en el enorme caserón del colegio, y hacen amigos, o cómplices o hermanos, y los profesores de EGB hacen esfuerzos para moderarles la ortografía y el pronto. Un día, los niños culpables y los inocentes cumplen dieciséis años, o llega una orden de libertad por buen comportamiento.

Entonces los niños de aluvión vuelven a la calle. Al punto de partida.

Es decir, a ninguna parte.

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