El riesgo de informar

«La Guardia Civil detiene a un periodista en Lérida», «Dos directores de periódicos, detenidos en Argentina», «El Gobierno español expulsa a un periodista holandés», «Agresión a un redactor gráfico en una manifestación ultraderechista», «Periodista alemán asesinado en Beirut», «Malos tratos a los periodistas en las elecciones municipales», «La mafia asesina a un periodista en Italia», «Cuatro periodistas, ejecutados en Uganda»...Amenazas, agresiones, muertes que no corresponden a la época de «heroicidades y bajezas del periodismo amarillo», en la que los periodistas eran poco más o menos avent...

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«La Guardia Civil detiene a un periodista en Lérida», «Dos directores de periódicos, detenidos en Argentina», «El Gobierno español expulsa a un periodista holandés», «Agresión a un redactor gráfico en una manifestación ultraderechista», «Periodista alemán asesinado en Beirut», «Malos tratos a los periodistas en las elecciones municipales», «La mafia asesina a un periodista en Italia», «Cuatro periodistas, ejecutados en Uganda»...Amenazas, agresiones, muertes que no corresponden a la época de «heroicidades y bajezas del periodismo amarillo», en la que los periodistas eran poco más o menos aventureros o detectives de tercera fila. Estos titulares se pueden leer en la prensa de los últimos meses del año en curso, 1979, cuando las condiciones son otras y el profesional de la información tiene detrás de sí una formación universitaria y especializada en muchos de los casos y cuenta, al menos en teoría, con un red de cobertura política, empresarial y social incluso más sólida que la de otras profesiones.

¿Por qué ese protagonismo de una profesión cuya esencia y finalidad no son precisamente las de servir de protagonista en el cuerpo social, sino de ser, por el contrario intermediaria de las producciones, creaciones e inquietudes de los grupos nacionales y transnacionales? Desde muy antiguo, en el tiempo que pudiéramos calificar de protoperiodismo, los mensajeros de malas noticias eran decapitados. Esta era la más burda postura de avestruz, unida generalmente a las esferas del poder, con la que se intentaba, ya no cambiar, sino negar la realidad.

Estamos en el último tercio del siglo XX y esta práctica no sólo no ha desaparecido (se elimina directa y fríamente aun «mensajero-corresponsal» de guerra en Nicaragua o en Uganda), sino que se ha enriquecido además con refinados métodos de represión y censura que van desde la desaparición «por las buenas», y sin más explicaciones (por ejemplo, en Argentina), hasta las presiones políticas y empresariales más sutiles, que terminan en una práctica «bonita y digerible»: la autocensura.

Pero la profesión periodística no está considerada como una de las más peligrosas del mundo y con un índice de mortandad a causa de infartos de los más elevados sólo porque la tarea de informar entrañe riesgos físicos. A la amenaza de las balas de grandes señores, facciones en guerra, terroristas izquierdistas, ultras o mafiosos, hay que añadir las presiones del poder político e ideológico establecidos, los sobornos de grupos económicos y el marcaje y acciones del poder judicial, que amenaza en muchos casos con legislaciones especiales la libertad de acción del periodista en el cumplimiento de su tares profesional.

De todos estos ataques a la libertad de expresión -porque un ataque a un informador es naturalmente un ataque a la libertad de expresión, aunque las consecuencias las sufran de inmediato personas concretas- hablarán en el programa de hoy de La Clave después de la proyección de la película El cuarto poder, de Richard Brooks, Juan Luis Cebrián, director de EL PAIS; Alfonso Rojo, reportero de Cambio 16, Peter Van Loyen, de la televisión alemana; Remar Springmenn, redactor de un diario suizo; Carsten Moser, redactor jefe de Stern, y Myron A. Farber, redactor del New York Times.

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