Editorial:

La filosofía en el muro

DOS NOMBRES se inscribieron en los muros de París durante la insurrección juvenil de 1968: Wilhelm Reich y Herbert Marcuse. Había una cierta comunidad entre los dos pensadores: judíos, alemanes, huídos a Estados Unidos y empeñados seriamente en unificar dos formas de pensamiento hostiles entre sí: marxismo y freudismo. Las analogías terminaban aquí: Reich fue siempre un maldito, que murió en prisión -muchos años antes- después de ver sus libros quemados por las autoridades de Estados Unidos, mientras Marcuse fue siempre respetado, leído, elevado a la cátedra. Marcuse podía hablar de lo que est...

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DOS NOMBRES se inscribieron en los muros de París durante la insurrección juvenil de 1968: Wilhelm Reich y Herbert Marcuse. Había una cierta comunidad entre los dos pensadores: judíos, alemanes, huídos a Estados Unidos y empeñados seriamente en unificar dos formas de pensamiento hostiles entre sí: marxismo y freudismo. Las analogías terminaban aquí: Reich fue siempre un maldito, que murió en prisión -muchos años antes- después de ver sus libros quemados por las autoridades de Estados Unidos, mientras Marcuse fue siempre respetado, leído, elevado a la cátedra. Marcuse podía hablar de lo que estaba sucediendo, de lo que sucedió en Berkeley, en la plaza de las Tres Culturas, de México; podía apoyar a la «nueva izquierda» de Estados Unidos, la lucha contra la guerra del Vietnam y los movimientos de liberación de los negros. Sus frases, escritas en los muros, tenían una aplicación diaria: eran política y eran periodismo. Fue probablemente la última vez que un filósofo vivo estaba al frente de una insurrección global, y que hacía que una revolución pareciera «posible», cuando otras ideologías la hablan condenado a la imposibilidad (también fue finalmente imposible la revolución marcusiana).Leído entonces sumariamente, con la urgencia del momento, lo que Marcuse proponía -o simplemente definía- se coordinaba con el sentimiento de insurrección. Estaba sucediendo una revuelta contra la exageración de una forma de civilización, contra una «cultura superrepresiva»: una civilización que había convertido en trabajo -y por tanto en alienación, al ser trasmutado brutalmente y sin esperanzas de compensación- ciertas pulsiones, como la sexualidad, lo cual privaba de dimensiones- al hombre -creación de una continua neurosis, individual y colectiva-. El concepto de alienación estaba en Marx, el de neurosis en Freud: la unificación de los dos conceptos, en Marcuse. Con un reproche a Marx por la limitación economicista y un reproche a Freud por el pesimismo histórico y la intención de convertir el psicoanálisis en una «cultura de adaptación» -«curar» al hombre en lugar de curar a la sociedad- Esta lectura de Marcuse y su doble heterodoxia -triple, si se cuenta también su crítica del existencialismo- proporcionaba una considerable satisfacción a una revuelta que surgía de jóvenes intelectuales, de universitarios: la de poder recuperar al Marx original -desfigurado por la estulticia de los partidos comunistas oficiales, por la rigidez de la URSS- y a Freud -digerido y utilizado por la opresión burguesa- incluyéndoles en un nuevo libertarismo, en un anarquismo de pensamiento mucho más amplio que el clásico (aunque también en los muros se recuperaba a Bakunin). Marcuse ofrecía el optimismo. Un conjunto de cultura-civilización ofrece necesariamente unos contornos represivos, puesto que debe estar contenida en una comunidad de propósitos; pero esa represión debe ser la mínima, y es posible. La posibilidad venía de ejemplos de los llamados «primitivos»: de las formas de convivencia amazónicas convertidas en estructuralismo por Levy Strauss, de las sociedades de las islas Samoa estudiadas por Margaret Mead. Es decir, el sistema de «ley y orden» no estaría inscrito en una especie de naturaleza genética del hombre, sino en una forma impositiva posterior. Esta forma impositiva había llegado a la «superrepresión» y, por tanto a la aniquilación de los valores humanos.

Toda la infinita documentación teórica de esa época de rebeldía -en Roma, en París, incluso, en Madrid- estaba basada en el pensamiento de Marcuse. Que tuvo que asistir, en vida, al conjunto de derrumbamientos de su optimismo. Próximo ya a la muerte analizaba los fracasos, y encontraba que se habían producido, por una parte, por la superrepresión de las sociedades amenazadas -más fuertes, por tanto, que la amenaza-, manifestadas unas veces con su sutileza característica -la irradiación, el aislamiento, la persecución económica de los protagonistas y sus seguidores-, otras con la violencia -las matanzas de los dirigentes y militantes de los movimientos negros-; y, en muchos casos, con la desaparición de los objetivos. La «nueva izquierda» americana se quedó sin causa cuando terminó la guerra del Vietnam; no fue capaz de trasladar su ideología a otros temas, porque su estímulo directo era el daño sufrido por su clase -el reclutamiento, los impuestos, la presión sobre la sociedad.

No cedía, sin embargo, al pesimismo. Aún creía que todos esos movimientos habían aportado mucho al mundo, a su manera de pensar y de concebir una sociedad. Una transformación, decía, se produce a lo largo de un período histórico de medio siglo: se ha querido correr demasiado y se ha perdido la apariencia, pero estamos en esa transformación.

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Quedará probablemente siempre por saber si el pensamiento de Marcuse fue el disparador que puso en marcha a losjóvenes de Sciences Po, de París, o a los universitarios de Berkeley, y si fue solamente elegido por ellos -como Reich, como Bakunin, como Nietzsche- para articular y dar base a una repulsa instintiva de una sociedad superrepresiva. Que no ha cesado de serlo.

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