Tribuna:

¿Cambio político sin transformación cultural?

Senador del PSOE por AsturiasJosé Luis Aranguren y Francisco Fernández Santos han abordado en esas páginas un tema arriesgado y cuya consideración se volvía cada momento más necesaria: la función de los intelectuales -o, si se quiere, de los hombres de cultura- en la actual vida política española. Entre la maraña de actos desmadejados e inconexos que van dominando la vida pública surge una dimensión que puede prestar a algunos de ellos un cierto encuadre. Nunca han rehuido Aranguren y Fernández Santos el riesgo, ni en sus posiciones intelectuales ni en su acción cívica. Fácil les hubiera sido ...

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Senador del PSOE por AsturiasJosé Luis Aranguren y Francisco Fernández Santos han abordado en esas páginas un tema arriesgado y cuya consideración se volvía cada momento más necesaria: la función de los intelectuales -o, si se quiere, de los hombres de cultura- en la actual vida política española. Entre la maraña de actos desmadejados e inconexos que van dominando la vida pública surge una dimensión que puede prestar a algunos de ellos un cierto encuadre. Nunca han rehuido Aranguren y Fernández Santos el riesgo, ni en sus posiciones intelectuales ni en su acción cívica. Fácil les hubiera sido a los dos cobijarse en una labor intelectual técnica o entregarse al activismo político, tan justificado en quienes han participado plenamente en la mentalidad y actividades de lo que podríamos llamar resistencia intelectual, cívica -y, por tanto, política- al totalitarismo.

Aranguren continúa la labor socrática de ser aguijón, verdadero tábano, para sus conciudadanos. En toda ciudad libre son imprescindibles estos hombres que, sin permanecer al margen de la historia, ni encerrarse en torres de marfil, bien plantados en lo concreto, pero izados en algún alcor, tratan de indicarnos, a quienes estamos afaenados en tareas de corto plazo, por qué bosque atravesamos, en qué latitudes navegamos, que los riachuelos que percibimos a mediodía son, tal vez, espejismos.

Nada de lo que Aranguren y Fernández Santos dicen niega, pienso yo, la posición de su interlocutor. Más bien, la complementa.

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Hace tiempo que José Luis Aranguren nos viene advirtiendo sobre los peligros, ambigüedades y contradicciones de una vida política entendida, casi exclusivamente, como una actividad técnica y profesional -obtención y ejercicio del poder- o como impulso lúdico. La razón de la ambigüedad que por momentos parece dominar la cosa pública reside en el hecho de que en nuestro país se ha efectuado un cambio político de alcance considerable, sin que se haya procedido a una transformación cultural explícita. Ha habido adaptaciones y ajustes concretos en la función de los valores e instituciones sociales. Pero, no una lectura general, una especie de inventario de lo que estaba en saldo y de lo que tenía aún vigencia. No ha habido una reconversión de valores, convenciones y usos que se crearon, desarrollaron o adaptaron durante la época de la autocracia y de la pretensión totalitaria de conformar ideas y convenciones desde una ideología dominante, cuando no exclusiva. Se ha procedido a la construcción de una democracia como forma política, haciendo abstracción de toda democratización cultural.

Vino viejo en odres viejos

La situación es tanto más incómoda y entorpecedora, puesto que en los años sesenta un cambio social rapidísimo y desordenado, una recepción cultural de los modelos de las sociedades industriales y capitalistas próximas por geografía y linaje, pero aisladas hasta los cincuenta, origina una superación entre los valores postulados oficialmente y los asumidos parcialmente, que es la clave para orientarnos en esta desconcertante situación nuestra. Las relaciones y convenciones entre padres e hijos, la problemática de la pareja, el control de la dimensión familiar, la nueva moral desde la libertad y la responsabilidad, la misma transformación de la vida religiosa mediante la asimilación y desarrollo en los grupos, primero de vanguardia, de las orientaciones y direcciones del Vaticano II, la paralela y creciente privatización del sentimiento religioso, conducen a una distanciación de los supuestos ideológicos, sociales y culturales que estructuraron la experiencia semifascista y plenamente autocrática del franquismo. El supuesto milagro de la restauración de la democracia en nuestro país sin excesivos traumas, de la repentina conversión de millares de españoles a los ideales de pluralismo político, de libertad y a una relativización de las doctrinas políticas que profesaban, se encuentra en el hecho simple de que el régimen había sido debelado en sus supuestos sociales y culturales años antes del tránsito del general Franco.

Razonas históricas impidieron que a partir de 1976 el empeño de asentar unas reglas de juego, crear unas instituciones políticas no excluyentes, antes bien, representativas, de garantizar la libertad jurídica y política no se acompañase de un debate ideológico y de una reconstrucción cultural. No se trata de denunciar que se está intentando, por algunos, trasladar el vino viejo a odres nuevos -operación normal en la historia-, sino de indicar que aquel vino ya estaba rancio cuando en los odres viejos se encerraba. Al no haberse procedido a una lectura cultural suficientemente completa, muchas cosas muertas siguen en pie como dicen ocurre con los elefantes, hasta que alguien los empuja. De ahí muchos equivocos, en multitud de relaciones, y algunas ambigüedades graves. A veces, el equívoco nace de que empleamos, unos y otros, lenguajes distintos. Decimos las mismas palabras, con intencionalidad y alcance diferentes. El sentido general de los vocablos se debe asentar en unas convenciones generales que (hasta que sean en otro tiempo posterior sustituidas por otras) sirven de referencia a lo que las palabras quieren decir aquí y ahora. Se trata de supuestos comúnmente aceptados, que convierten la comunicación individual en inteligible por todos. Lo que los anglosajones denominan public truth. La public truth del nacional-catolicismo, de la autarquía, de la moral tradicional, del impulso competitivo como motor del sistema económico, de la valoración por el éxito económico y la competencia de la especialización tecnocrática, fue sometida a duros vientos, cuando no desarbolada, en los sesenta. Al menos en los medios urbanos, en las capas más dinámicas cultural y socialmente, que son las que crean los modelos para toda la sociedad. El fracaso, la incapacidad del sistema anterior en asimilar el cambio integrándolo, lo condenó. Pero la imposibilidad debida al aparato represivo social y estatal de formular los nuevos valores con generalidad y publicidad suficiente creó esta situación actual en que no se ha llevado a cabo esta formulación de ideas, convenciones, consensos que, en libertad, acompañan al cambio social.

La clarificación intelectual, el debate desde las ideas, apareció como peligroso porque se era muy consciente de la fragilidad del ensayo de democracia formal. El precio de esta prudencia al dejar tantas cosas sin aclarar, al trazar tantos paréntesis, al aceptar la convención de que había una base común -un public truth-incuestionable, cuando todo el mundo sabía que no lo había, ha sido la devaluación de la política. El político comienza a aparecer como un ser que se desliza sobre un hielo muy fino rápidamente, para alcanzar la otra orilla del lago, indiferente y temeroso de lo que haya debajo de la blanca superficie. La política en estos dos años se ha presentado como una carrera, o una serie de carreras, contra reloj: acabar la Constitución, ganar un año a la inflación, llegar en buena forma al Consejo de Europa, que nos acepten. Una carrera sobre un hielo muy fino. Esta visión pragmática ha sido necesaria y se ha saldado con resulta,dos innegables. Pero, evidentemente, ni basta, ni puede prolongarse indefinidamente. Quiero decir que no puede seguir sustituyendo ni eludiendo la reconstrucción de la. base de la política, que son las convenciones culturales y las instituciones y admisiones sociales.

Resistentes, disidentes, ciudadanos

Bajo el sistema anterior hubo resistentes políticos y nluchos disidentes a título individual. El disidente protesta contra una situación política desde su rechazo a plegarse a las formas y coacciones sociales y culturales que tal política impone. El disidente, a diferencia del resistente y del opositor, no distingue entre asuntos públicos y privados: su asunto privado -dejar crecer el cabello o llevar minifalda en la Atenas de los coroneles, casarse por lo civil en Manresa de Franco, pintar abstracto en el Moscú de Kruschev- es una negación de los valores políticos impuestos. Al pasar a una democracia, el resistente se convierte inmediatamente en ciudadano; el disidente, también, a no ser qiie, si no se produce la reconversión cultural de la que él, espectacular y exageradamente, fue adelantado, se convierta en abstencionista consciente y razonante.

Es una cuestión de grado. Estamos en el comienzo del proceso y todo es, aún, corregible. Pero si la restauración democrática fuere meramente técnica y formal podríamos incurrir en la situación paradójica de que la democracia sea el método para intentar perpetuar los valores ya en crisis en los años sesenta. Desprovista de todo contenido cultural, la democracia se convierte en un método técnico de representación y de control reglado del poder; lo que es, durante un trecho, compatible con valores e instituciones sociales y culturales, que son incompatibles con el valor metatécnico, de concepción de la vida, de concepción sobre el hombre, que alimenta a la democracia.

Es evidente que la tarea histórica presente exige la reconstrucción cultural, que la misma es esencial a la política; la que da sentido a la política. ¿Cuál debe ser, desde esta perspectiva, la función de los intelectuales? ¿Su necesaria independencia, esencial a su radicalismo -ir a la raíz- queda irremediablemente deteriorada por su adscripción a un partido? El compromiso y la táctica, esenciales a la práctica cotidiana ¿son compatibles con la labor crítica, no de una facción o partido, sino del cuerpo social como un todo?

La iniciativa corresponde a los partidos

Fernández Santos afirma que la labor cultural también se puede realizar dentro de un partido. Aranguren, sin negarlo totalmente, advierte contra la simplificación con que se presenta toda acción que se desea inmediatamente eficaz. Pero no se trata, como hiciera Julien Benda antes de la II GM, de denunciar la infidelidad a la visión total de la trahison des clerqs. El problema individual de la utilidad social del intelectual dentro o fuera de los partidos dependerá de lo que los partidos sean. Sin negar su tendencia de ellos a centrarse en lo inmediato, pueden comprender que la política cotidiana es solamente parte de la labor y situación histórica en que se encuentran. Sobre todo, los partidos de izquierda, que de continuar centrados en la mera práctica política pueden ir mimetizándose con el político creado en las situaciones anteriores. Si las organizaciones políticas sacan sus conclusiones del hecho de que ya hace diez años se produjo, subterráneamente, un cambio cultural importante, pero no articulado, ni expresado, y que este cambio les obliga a acometer un análisis en profundidad, a aventurar proyectos de construcción articulados y amplios, la colaboración entre los hombres dedicados a la cultura y los partidos se impondrá; militen los primeros en las formaciones políticas, o permanezcan en su margen, pero atentos, críticos y colaboradores.

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