Tribuna:

Subcultura para todos

Este país, como todos los subdesarrollados culturalmente, ha producido importantes muestras de subcultura. Al igual que los desarrollados han visto surgir los flecos picajosos de la contracultura. Podríamos decir que somos tan incultos que nuestra incultura puede ser elevada al rango de sistema. En su cota más alta encontramos grandes cultivadores de la novela rosa, la poesía para rapsodas pueblerinos, la música de pacotilla o el teatro ínfimo. No en vano hemos inventado el généro revisteril, la zarzuela y el chiste.Reconozcamos que éste es el nivel que priva y que las capas más amplias de la ...

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Este país, como todos los subdesarrollados culturalmente, ha producido importantes muestras de subcultura. Al igual que los desarrollados han visto surgir los flecos picajosos de la contracultura. Podríamos decir que somos tan incultos que nuestra incultura puede ser elevada al rango de sistema. En su cota más alta encontramos grandes cultivadores de la novela rosa, la poesía para rapsodas pueblerinos, la música de pacotilla o el teatro ínfimo. No en vano hemos inventado el généro revisteril, la zarzuela y el chiste.Reconozcamos que éste es el nivel que priva y que las capas más amplias de la población sienten debilidad por él. También nuestros medios de comunicación están atravesados por el estigma subcultural. Las revistas de mayor tirada ejemplifican esta técnica autóctona. Hasta en el erotismo somos subculturales. Un caso curioso: ¿saben ustedes cuál es el programa de radio más escuchado? El consultorio sentimental de Elena Francis. Y eso desde hace años, como antes lo fuera el de Marta Regina.

Detrás de todos estos síntomas aparece el cortejo de los datos. Así resulta que en 1978 algo más de la mitad de los españoles no leía ningún periódico ni revista. Ideologizar este problema es embarullarlo. «Nos hemos dado cuenta de que la democracía cuesta un precio muy alto y de que los periódicos, con libertad, se venden menos.» Esta reciente queja de Sebastián Auger participa de la ilusoria concepción que consiste en considerar que el fallecimiento, por muerte natural, del caudillo representaba una panacea para la solución de todos nuestros males. Pues no, la libertad de prensa no implica necesariamente un mayor índice de lectura. Con Franco y con la democracia (al menos con esta democracia) lo que a la gente le gusta es oir a doña Elena Francis. Con Franco, igual que con Suárez, resulta que el 63% de los españoles no ha leído nunca un libro. Con partido único o con partidos, el hecho es que el 22% de los hogares españoles no alberga un solo libro. Con Cortes o con Parlamento, más del 80% de los ciudadanos no ha puesto jamás los pies en un museo o en una exposición de arte. Con Leyes Fundamentales o con Constitución, más del 90% de los españoles no sabe lo que es un teatro.

Tal es el marco en el que nos movemos. No pretendo decir que nada haya cambiado, sería muy injusto. Quiero decir, simplemente, que si hace años el libro que leía Carlos Arias era ¡Oh, Jerusalén!, el que hace poco leía Adolfo Suárez era Papillón. Digo que en el ámbito de la cultura todo sigue profundamente igual; los españoles continúan siendo subculturales.

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Cuando estaban en el poder los del Opus, señalaron que en 1980 tendríamos un nivel de vida que, nos permitiría acceder al «lujo» de la libertad y -se supone- de la cultura. Los años han pasado y, al borde ya de la ansiada cota europeísta, aquí siguen las aguas estancadas. Los hogares ya tienen televisor, lavadora y todos los demás etcéteras, pero no hay sitio para un libro. La cultura no forma parte de las necesidades del ciudadano. En proyección horizontal, la cosa viene de tiempos inmemoriales; en proyección vertical viene desde la infancia. Nuestra sociedad, que perdió la sabiduría popular rural, esa «cultura de los analfabetos» de que hablaba Bergamín, no ha podido sustituirla más que por el consumismo y los hábitos horteras de la subcultura industrial.

Frente a esta hecatombe, el Ministerio de Cultura (que puede hacer bien poco) bien poco puede hacer. Porque no se trata de Poner parches o apuntarse tantos de prestigio, ni siquiera de administrar con un mínimo de decoro los dineros del presupuesto. Se trata de que alguien crea de verdad que no hay transformación social sin transformación cultural. ¿Hay alguien en nuestra clase política que crea realmente esto?

Los mezquinos programas culturales de los partidos, hechos más por obligación que por convicción, carecen de fuerza global, están plagados de tópicos, vaguedades doctrinales y aburridas promesas electoreras. Por eso, en el fondo se parecen tanto los unos a los otros. En la presente campaña estamos viendo el peso específico que los partidos conceden a la cultura. Es un pegote, un añadido cómodo, habida cuenta de que las centrales sindicales no van a convocar manifestaciones exigiendo cultura.

Y es que, probablemente, la clase dirigente española es tan subcultural como la gran mayoría de la población. Participan de una idéntica idea de «cultura»: cosa con la que revestir los momentos de ocio. Habría que ver qué leen estos líderes o de qué hablan cuando se les acaba el tema político. Resulta que no tienen tiempo para leer, que es exactamente el mismo argumento que en las encuestas utilizan el botones de un banco, el dependiente de ultramarinos, el jefe de negociado o el gerente de una inmobiliaria. Abrumados por agotadoras jornadas de trabajo, la cultura para ellos sería algo así como una distracción, una evasión, un relajo.

Esta es la mentalidad reinante. No se ve, por más que se otee el horizonte, ninguna tentativa seria de liquidar este endémico subdesarrollo del país. A lo largo de nuestra historia, sólo hubo una decidida voluntad de hincarle el diente al mal: la protagonizaron los hombres de la República, cuyo revolucionarismo iba sobre todo por ese camino. El entusiasmo cultural y educativo que pusieron en pie debió de resultar demasiado peligroso, y así el intento ha quedado como un islote solitario, ya simple pasto para la investigación historio gráfica. Luego el franquismo tuvo bien claro que la cultura era el auténtico motor del cambio social y luchó contra ella con todas sus fuerzas y -justo es reconocerlo- con enorme eficacia.

Los tiempos actuales nos traen una fraseología en la que los árboles no dejan ver el bosque. Con la Constitución hemos conquistado los derechos fundamentales. Pero, una vez obtenido este suelo sobre el que pisar, la confusión se abate sobre el sentido de nuestro pasos. Nadie se declara hoy revolucionario. Bien; puede que sea un síntoma de realismo. Pero nada justifica que no se acometa la única revolución posible, viable, urgente, imprescindible: la revolución cultural.

Oímos hasta la saciedad el orden de prioridad de nuestros problemas: paro, terrorismo, orden público, inflación, autonomías, precios, salarios, relaciones laborales, Mercado Común, inversión, pesca, vivienda, y así quinientos temas más. Al final, como una parcela de fin de semana, como una aspirina para el ocio, como un lujo a su alcance, como un masaje, se encuentra el presupuesto que hay que repartir entre una serie de capítulos culturales. Para eso está ese ministerio que se sienta lo más alejado posible del sillón del presidente del Gobierno.

No debéis llevaros las manos a la cabeza: la democracia tiene un precio muy alto y ahora resulta que, con libertad, la cultura se vende menos. No le echéis la culpa a la libertad, que es una dama apetecible que está abierta, a vuestra disposición. Peor para vosotros -peor para nosotros- si no sabéis qué hacer con ella, si la relegáis al puesto de prostituta ociosa a quien se puede comprar con dos migajas presupuestarias.

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