Editorial:

El Gobierno, contra la Constitución

LA CREDIBILIDAD del Gobierno no puede sino sufrir una notable merma tras la promulgación del decreto-ley de 26 de enero, sedicentemente destinado a la protección de la seguridad ciudadana. Perpetrado con las agravantes de premeditación y alevosía, cabe añadir también la de nocturnidad, caso de que esa circunstancia cubriera las sombras que el interregno entre la disolución de las Cortes y las elecciones y la inexistencia de un Tribunal Constitucional, arrojan sobre las responsabilidades del poder ejecutivo ante el Parlamento. Y para seguir con el lenguaje figurado, se podría hablar incluso de ...

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LA CREDIBILIDAD del Gobierno no puede sino sufrir una notable merma tras la promulgación del decreto-ley de 26 de enero, sedicentemente destinado a la protección de la seguridad ciudadana. Perpetrado con las agravantes de premeditación y alevosía, cabe añadir también la de nocturnidad, caso de que esa circunstancia cubriera las sombras que el interregno entre la disolución de las Cortes y las elecciones y la inexistencia de un Tribunal Constitucional, arrojan sobre las responsabilidades del poder ejecutivo ante el Parlamento. Y para seguir con el lenguaje figurado, se podría hablar incluso de un «autogolpe de mano» dado por el Gobierno, que aspira a ser constitucional, contra los principios de la propia Constitución.El decreto-ley de 26 de enero, que amplía la ley Antiterrorista de diciembre de 1978 y modifica preceptos del Código Penal y de la ley de Enjuiciamiento Criminal, busca su partida de nacimiento en el artículo 86 de la Constitución, el cual autoriza al Gobierno, «en caso de extraordinaria y urgente necesidad », a dictar esas normas excepcionales y a someterlas al Congreso -o a su Diputación Permanente- hasta treinta días después de su promulgación. La astucia de recurrir al decreto-ley tras la disolución de las Cortes permite al Gobierno agotar ese plazo hasta el final, dado que el Congreso no está reunido. Pero no radica en este extremo la anomalía de la medida adoptada. Al fin y al cabo, el poder ejecutivo puede lograr mayoría suficiente en la Cámara Baja para refrendar sus decisiones, por arbitrarias que sean, siempre que funcione el mecanismo de la disciplina de voto. Lo más grave es que el decreto-ley, aun aprobado por el Congreso, puede ser -probablemente es- anticonstitucional y que la inexistencia del Tribunal Constitucional, imposibilita un fallo sobre su validez.

La presunción acerca de la inconstitucionalidad del decreto-ley es muy fuerte. En primer lugar, nada ha ocurrido en los últimos y más recientes días que cuadre en la figura de la «extraordinaria y urgente necesidad ».

Nada, que sepamos, parecido a la «operación Galaxia » o a la oleada de asesinatos de la primera semana de enero que, no obstante, no dieron lugar a medidas cómo las que comentamos.

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En segundo lugar, el artículo 86 de la Constitución señala explícitamente que los decretos-leyes de ese tipo no pueden afectar «a los derechos, deberes y libertades regulados en el título l». Y, sin embargo, el decreto-ley de 26 de enero acomete, lanza en ristre, una auténtica invasión de las garantías reconocidas en dicho título.

Si el artículo 1 del decreto-ley aumenta. la pena por el delito de apología del terrorismo (tipo lo suficientemente borroso y mal definido, como hacer posibles inculpaciones por el legítimo ejercicio de la libertad de información y de expresión), el artículo segundo transforma la figura de cómplice o encubridor en la de autor y crea un tipo de delito todavía más impreciso que el anterior. Pero es la desbordada ampliación del procedimiento de urgencia, de aplicación restrictiva en el marco de la ley de Enjuiciamiento Criminal, la clave del arco de este monumento de fachada antijurídica y de fábrica anticonstitucional. Desde ahora verán recortadas sus garantías procesales no sólo los acusados de pertenecer a bandas armadas, de hacer la apología del terrorismo o de facilitar informaciones o colaboración para esas acciones violentas, sino también los presuntos autores de cualquier tipo de robos (desde el «tirón» en la calle de un bolso de señora hasta el robo con lesiones), los adolescentes que se apoderan de un automóvil para correrse una juerga o los miembros de piquetes de huelga acusados de coacciones.

Para mayor escarnio de los principios tan solemnemente consagrados en el título 1 de la Constitución, el artículo quinto del decreto-ley faculta a los jueces para decretar la prisión provisional incondicional de cualquier persona «detenida como presunto autor, cómplice o encubridor de cualquier delito», con independencia de la pena prevista (por mínima que sea) y atendiendo tan sólo a «las circunstancias del caso y los antecedentes del inculpado». Naturalmente, los presuntos culpables de los delitos distinguidos por el decreto-ley merecen un trato todavía más especial: no disponen contra su procesamiento del recurso de reforma y, si son acusados de terrorismo, el Ministerio Fiscal puede impedir su puesta en libertad aunque el juez la haya dictado.

Acompañando a estas medidas que afectan a la normativa penal y procesal, las sanciones administrativas anunciadas en el decreto-ley contra arrendadores olvidadizos y empresas que descuidan las normas de seguridad, la autorización formal para que las fuerzas de seguridad entren en las prisiones y las limitaciones para los pagos en efectivo terminan de conformar un panorama artificialmente amenazador y sombrío.

¿Tan débiles son las convicciones democráticas del Gobierno o tan fuertes los recuerdos que le ligan al pasado que una campaña de la prensa de ultraderecha o de algunos sectores de los cuerpos de seguridad derriban por tierra sus nuevas ideas y hacen resurgir las antiguas? ¿Tan vehementes y arrasadores son sus deseos de ganar las próximas elecciones que no vacila en sacrificar, en aras de los votos que le disputan Fuerza Nueva y Coalición Democrática, sus compromisos de hacer respetar una Constitución de la que ha sido destacado artífice? Y por el lado de los partidos de la oposición parlamentaria, ¿tan adormecedores han sido los vapores del consenso que no perciben que la fecha del 2 de febrero, día en que se publicó en el Boletín Oficial del Estado el decreto-ley de 26 de enero de 1979, puede significar la inflexión del curso de nuestra vida pública hacia las prácticas del ayer?

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