Tribuna:

La prueba de la Iglesia vasca

Profesores de teología, sociología y fiosofía de la Universidad de Deusto

Ha bastado un par de editoriales de EL PAIS y una nota de la Consejería del Interior del CGV para que se demuestre, una vez más, qué el tema de la Iglesia suscita polémicas y sentimientos muy encontrados. ¿Es cierta la «utilización política de los púlpitos, los confesionarios y los comulgatorios de Euskadi contra el restablecimiento de las libertades democráticas en España»? ¿Se puede hablar del «silencio complíce del episcopado (vasco)» ante los asesinatos de ETA?

Hay que reconocer que, al af...

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Profesores de teología, sociología y fiosofía de la Universidad de Deusto

Ha bastado un par de editoriales de EL PAIS y una nota de la Consejería del Interior del CGV para que se demuestre, una vez más, qué el tema de la Iglesia suscita polémicas y sentimientos muy encontrados. ¿Es cierta la «utilización política de los púlpitos, los confesionarios y los comulgatorios de Euskadi contra el restablecimiento de las libertades democráticas en España»? ¿Se puede hablar del «silencio complíce del episcopado (vasco)» ante los asesinatos de ETA?

Hay que reconocer que, al afrontar estos problemas, la Iglesia ha utilizado un lenguaje retórico, moralista, abstracto, pretendiendo estar por encima de toda táctica y de toda estrategia política. Es la típica pretensión eclesiástica de hablar desde fuera de la historia, desde el punto de vista del dios de los filósofos griegos. Este lenguaje es, ante todo, ideológico, es decir, encubre la realidad y oculta sus propios condicionamientos. La misma Iglesia bien que concreta y llama a las cosas por su nombre cuando se trata de defender sus propios intereses (escuela privada, subvenciones, mención en la Constitución) o aspectos de la moral sexual tradicional.

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Pero no es sólo un problema de lenguaje; en el fondo se evidencia que no basta una moral de los principios abstractos. Es necesario una ética política en nombre de la construcción humana y eficaz de la historia. No basta decir «no, hay que matar, porque toda vida humana es sagrada»: es necesario afirmar que «estas acciones armadas concretas son totalmente condenables», porque nos llevan al caos histórico y a la involución social. La Iglesia está enclaustrada en un lenguaje por alusión para iniciados y de exhortación para incondicionales. Ya es hora de que llame a las cosas por su nombre y que, como Jesús de Nazaret, nos hable de un dios que se compromete y opta por causas históricas (sin que esto signifique que se identifique partidísticamente con perfiles concretos). Como dice el Concilio Vaticano, «la predicación, que en las circunstancias actuales del mundo resulta dificilísima.... no debe exponer la palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino aplicar a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio». La Iglesia no es sólo ni en primer lugar una educadora de las conciencias. El Evangelio, antes de ser exigencia de conversión personal, es anuncio de esperanza histórica y transhistórica. Y esto no se dice al oído de los particulares ni tan siquiera en los cenáculos de los fieles, sino en las plazas, en los caminos, ante todo el pueblo.

En el País Vasco prolifera el fanatismo y el miedo, y la Iglesia -no sólo sus representantes oficiales, sino todo el cuerpo social no ha promovido, al menos suficientemente, la lucidez y la responsabilidad cívica. La cosa es especialmente grave porque, con frecuencia, un vago moralismo romántico de procedencia cristiana es uno de los factores de legitimación ideológica de la irracionalidad y hasta de la barbarie (un ejemplo espléndido es la homilía del funeral de Argala). Recordemos también que son sectores nacionalistas y cristianos los que durante más tiempo han visto con simpatía a ETA y a los que más cuesta desmarcarse de ella. En el punto del estado en que la reconciliación presenta sus cotas más bajas, el testimonio colectivo de los cristianos tiene responsabilidades muy específicas. En tiempo de la dictadura muchos decíamos que no bastaban alusiones genéricas a los derechos humanos, sino que era necesario condenar con firmeza los atropellos del sistema; de la misma forma, ahora no basta clamar por el respeto a la vida, sino que se impone denunciar a los que matan, a los que justifican esas muertes, a los que trafican políticamente con ellas, a las; entidades paralelas que encubren a los asesinos, a los que pretenden combatir el problema conculcando derechos elementales.

En nuestra opinión, parece que se va perfilando la alianza de la Iglesia con la ideología dominante en Euskadi. No queremos decir que se trate de una estrategia planeada. Es, simplemente, el movimiento estructural de una institución que, de esta forma, se ajusta a esas Capas sociales (principalmente burguesía urbana y sectores de procedencia rural) que son su clientela habitual y que se identifican con el nacionalismo sabiniano. Pensemos -a modo de ejemplo y sin entrar en otro tipo de análisis imposible de realizar ahora- en tantos anuncios de inauguraciones de batzokis, en los que la misa aparece como un acto más de la fiesta; en esos gudari eguna (días del combatiente) celebrados con mitin, comida y misa; en algunos informativos de las emisoras de la Iglesia (con tantos méritos, por otra parte) que parecen al servicio del nacionalismo más radical. ¿No hay un Peligro real de un cierto nacionalcatolicismo vasco? Pues bien, pensamos que en el caso de la violencia etarra, el momento en que la Iglesia ha hablado, la forma en que lo ha hecho, incluso matices terminológicos que en alguna ocasión importante ha utilizado, se ajustan de manera notable a las actitudes que ante el tema ha mantenido la fuerza político-social que se perfila dominante, quizá por eso la claridad y la concreción resultan tan difíciles.

Pensamos que, en todo esto, se han dirigido a la Iglesia acusaciones exageradas y generalizaciones injustas; probablemente un mayor desapasionamiento daría más credibilidad a las críticas y permitiría comprender mejor el problema vasco. Pero los creyentes vascos seremos más útiles a nuestro país y a nuestra Iglesia si en vez de reaccionar -como está sucediendo- con espíritu defensivo y corporativo, hacemos un serio examen de conciencia sobre lo que puede haber de verdad en lo que se nos dice. Y, por supuesto, no podemos alardear de méritos cuando, en realidad, tanto nos podrían echar institucionalmente en cara. Es justo recordar que ha habido quienes -sin declararse ni ser cristianos- han tenido palabras de valentía, de sensatez y de integridad moral antes y mejor que la Iglesia. Los samaritanos, por enésima vez, han vuelto a dar a la Iglesia una gran lección humana y evangélica. Es hora de que ésta deje de ser «madre y maestra», pero no para evadir sus responsabilidades sociales, sino para convertirse simplemente en hermana de los hombres, que son siempre concretos, y para sentirse responsable de la historia, lo cual exige mojarse en ella.

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