Noche de "rock" en un campo de fútbol

El barrio de Usera (junto al Manzanares) se convirtió, el pasado viernes por la noche, en capital provisional del rock y el rollo español. La Noche Roja, festival organizado por Miguel Ríos, convocó en el campo de fútbol del Moscardó a más de 20.000 personas con entrada y unas 3.000 que habían decidido ya con antelación colarse, sin mas.La Noche Roja tal vez sea el primer circo de rock que se ha planteado en nuestro país con unas condicciones técnicas mínimas en lo que respecta a sonido, luces y diseño del festival. Miguel Ríos, Guadalquivir, Tequila, Salvador, Iceb...

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El barrio de Usera (junto al Manzanares) se convirtió, el pasado viernes por la noche, en capital provisional del rock y el rollo español. La Noche Roja, festival organizado por Miguel Ríos, convocó en el campo de fútbol del Moscardó a más de 20.000 personas con entrada y unas 3.000 que habían decidido ya con antelación colarse, sin mas.La Noche Roja tal vez sea el primer circo de rock que se ha planteado en nuestro país con unas condicciones técnicas mínimas en lo que respecta a sonido, luces y diseño del festival. Miguel Ríos, Guadalquivir, Tequila, Salvador, Iceberg y Triana son nombres capaces de llegar a un enorme sector de público que superó todas las previsiones en cuanto a orden interno se refiere.

Cuando se organiza un acto de este tipo, no es suficiente un buen equipo de luces o de sonido, sino, también, un servicio de orden (que no de represión) capaz de cumplir con su papel, tanto por cantidad como por capacidad. Ese papel consiste, ni más ni menos, que en dejar libres aquellos espacios que son necesarios para el buen funcionamiento del festival o aquellos otros que puedan representar algún peligro. Es inútil a falta de esos requisitos cansar a la gente (que en su mayoría estaba tranquilamente sentada o paseando sin más) con admoniciones constantes que pasaban por momentos de lo autoritario a lo llorón, sin ser (por esa misma razón) mínimamente efectivas. El ambiente, que había comenzado siendo alegre y fácil, se convirtió durante un par de horas en una verdadera agonía, debido a la falta de responsabilidad de unos listos y la escasa experiencia de la organización.

El primero en salir a escena fue el bueno de Miguel, que consiguió animar al personal con una mezcla de buen rock & roll y antiguos éxitos personales. Los bocadillos y bebidas (se habían pedido 15.000 unidades de cada tipo) circulaban entre un público mitad pasado, mitad verbenero que, desde luego, no iba en busca de comunidad de experiencias, sino directamente del buen rato.

El primer número exótico corría a cargo del fakir Ramakalín, que come fuego, pisotea cristales, come bombillas y permite que le partan un pedrusco a martillazos soportándolo con el abdomen. Los que estaban a menos de cincuenta metros se enteraron de algo, pero el hombre consiguió montar bien su número.

Mientras se cambiaba el equipo para que actuara Guadalquivir el ambiente quedó claramente diferenciado en tres sectores: el de los bailones que le daban a la jota, el de los que pasaban de todo tumbados en el césped y el de los que intentaban divertirse incordiando a todos cuantos no fueran ellos mismos.

Pero, finalmente, aparece Guadalquivir, grupo que parece la réplica sevillana de Iceberg. Teniendo en cuenta que comenzaron su actuación en el seno de la angustia regañona antedicha, Guadalquivir podía haber convencido a cualquiera, ya que el grupo hace un buen jazz-rock aflamencado, basado, sobre todo, en el virtuosismo de sus dos guitarras.

Y llegamos a la primera aparición del laser, previa a la cual el público hubo de aguantar desde los altavoces una especie de interminable filípica acerca de la era de Acuario, que a estas alturas resultaba tan voluntarista como pesada. El show (dibujos en movimiento) tuvo la gran virtud de entretener, aunque no fuera nada del otro jueves. Se da la circunstancia de que en este país sólo se han visto lasers en las últimas actuaciones de Tangerine Dream, y aquello fue tan aburrido que no merece la pena recordarlo. Una vez que se hubo apagado el invento, nueva espera, más regañina y Salvador (presunta esperanza solista de nuestro rock) a escena. Salvador, que podía haberse ahorrado el Aleluya con que inició su actuación, es un guitarra líder típico. Un rocker con imagen, que sabe combinar una cierta complejidad y virtuosismo con una música marchosa hasta decir basta. Salvador sonó bien, pero su actuación, presionado por el tiempo, fue demasiado breve y finalizó justo cuando la gente le estaba encontrando el gusto.

Ya es tarde, y de nuevo el laser para dar paso a Tequila. Tequila es un grupo-tipo de lanzamiento promocional en los tiempos que corren. A imagen y semejanza de Peter Frampton, todo su esquema consiste en montarse un número de rock sencillo que cabalga entre lo hortera y lo digno con una rara habilidad. Teniendo en cuenta que son, con mucho, los más directos, debieran haber abierto el festival, pero saliendo tan tarde y cuando a ellos les vino en gana, lo único que consiguieron es que la gente se moviera poco y pasaran sin mayor gloria. A todo esto, los vecinos del barrio debían estar más que hastiados de música, pero, afortunadamente, no hubo demasiados problemas por ese lado.

Eran las dos y salía Iceberg, que junto a Triana eran las estrellas de la noche. Tocaron prácticamente todo su último elepé y, sin duda, fueron lo mejor de la noche. Sin embargo, tanto a ellos como a Triana les perjudicó el cansancio que ya iba haciendo estragos en el césped y tribunas. Es una lástima porque, sin duda, tuvieron una actuación redonda, que como mucho era apreciada desde el dulce sopor general. (A estas alturas ya no había advertencias, se seguían consumiendo bocadillos y aquello iba a finalizar como debía haberse mantenido desde un principio.)

Y ya a las tantas, Triana. Como el grupo no es precisamente marchoso dieron la puntilla al festival, haciendo las veces de gran hilo musical mientras el respetable comenzaba a huir a la búsqueda de un invisible servicio nocturno de autobuses y unos aún más inexistentes taxis.

Los últimos en salir llegaban a sus casas a eso de las seis de la mañana, después de haber recorrido un éxodo madrileño con características de maratón fantasmal.

La Noche Roja le ha supuesto a Miguel Ríos un beneficio de cerca de tres millones de pesetas y un posible comienzo de úlcera. Lo cierto es que este tipo de festivales no pueden organizarse sin haber pensado previamente en todos los imponderables. Una noche que contempla la actuación de varios de los mejores grupos de España no es un festival de barrio al que acudirán dos o 3.000 personas. Ochenta señores para servicio de orden que se toman su trabajo a broma y que no saben exactamente cuál es su cometido, resultan tan insuficientes como la ridícula cantidad de vallas que trataban de separar los espacios acotados por necesidades técnicas. La necesidad de un servicio médico es algo más que necesario en un ambiente que va a acoger desde borracheras catedralicias hasta peleas esporádicas. Los cambios de instrumental adobados con llamamientos constantes a una tranquilidad que estaba ya presente en la mayoría resultaban lo suficientemente largos como para exasperar al más pintado. Una grave falta de psicología y de saber mantener los papeles más allá de la primera media hora se hizo notar, hasta que la gente se encontró tan cansada que ya no quería saber nada sino tumbarse en paz.

En resumidas cuentas, no sólo es necesario preparar un buen espectáculo, sino poner los medios para que se disfrute. La separación entre fiesta y pesadilla no es una cuestión de imaginación, sino de medios. En nuestro país tenemos la ventaja de poder aprender en cabeza ajena, y el festival de Knebworth, con toda su sosería, fue un ejemplo de cómo hacer las cosas fáciles y sin la menor violencia. Más de siete horas en un campo de fútbol es algo muy fuerte, y sería deseable que las próximas veces se aprovechara la experiencia. Aunque, a pesar de todo, la Noche Roja resultó uno de los mejores festivales de rock que se han montado nunca en nuestro país.

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