Reportaje:Personajes insólitos: la cara oculta de la ciudad / 3

Don Nicanor, Marilyn y "El limpia volador": tres biografías de un minuto

Don Nicanor tocando el tambor es un guiñol itinerante y diminuto, un Bob Dylan de bolsillo, que permite interpretar con la misma dignidad una canción de cuna que una marcha triunfal. Tiene, eso sí, las mismas preferencias musicales que las folklóricas: en la duda prefiere el pasodoble al fox; entre Wagner y el maestro Gordillo prefiere indefectiblemente al segundo.Don Nicanor toca el tambor en Castellón, en Bilbao o en Zaragoza, según que estemos en marzo, en agosto o en octubre. Es un brillo más en el artificio de la feria: todos los españoles feriantes se han detenido ...

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Don Nicanor tocando el tambor es un guiñol itinerante y diminuto, un Bob Dylan de bolsillo, que permite interpretar con la misma dignidad una canción de cuna que una marcha triunfal. Tiene, eso sí, las mismas preferencias musicales que las folklóricas: en la duda prefiere el pasodoble al fox; entre Wagner y el maestro Gordillo prefiere indefectiblemente al segundo.Don Nicanor toca el tambor en Castellón, en Bilbao o en Zaragoza, según que estemos en marzo, en agosto o en octubre. Es un brillo más en el artificio de la feria: todos los españoles feriantes se han detenido una vez el momento preciso para reconocer su bonete cónico, su casaca roja y sus ojos de purpurina. En él descubrimos la existencia de los juglares en píldoras: siempre nos hace pensar en un músico tratado por los jíbaros.

En el alma de los niños, don Nicanor ocupa el mismo lugar que la bicicleta: es el primer sueño que se tiene y también el primer desencanto. La bicicleta exige un sentido del equilibrio del que en principio carecemos, y la música de don Nicanor, una habilidad especial. El gran secreto no está en el temple del tambor o en el tono ovejil de la flauta, sino en las manos y en los pulmones del vendedor: ese viejecito de siempre tiene, además del oficio de fabricante, el arte del intérprete. Doce años de edad son pocos para hacer que, una vez con nosotros, don Nicanor toque algo, aunque sea Los doce cascabeles.

Y, por si fuera poco, el viejecito de siempre son en realidad dos hermanos: uno con boina y otro sin. Según los rumores, se turnan en las ventas; el viejo con boina prefiere el invierno, y el viejo sin boina, la primavera. Aquél tiene una chispa de astucia en la cara, probablemente es el que pone la tensión precisa en el tambor; éste tiene una bondad contagiosa, recuerda a un Juan XXIII después de un largo ayuno: seguramente es el que pone el balido en la dulzaina.

El secreto de don Nicanor es una convergencia democrática de hermanos, goma de pegar y notas. Igual que Graciano, el guardián del Cerro, era un don Quijote que cabalgaba sobre sí mismo y enloquecía estudiando la

Batalla del Ebro, en vez de leer a Tartarín de Tarascón, don Nicanor es un juglar de cartón con orquesta incorporada, que tañe sus cuerdas, ingenia sus acordes y lee su propia partitura interior.

Marilyn: la protegida de los estudiantes

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De Marilyn, esa mujer de colorines que siempre pasa corriendo por cualquier lugar de Madrid, se tienen las mismas referencias que de las intrépidas amazonas de Tarzán: un aroma selvático y un destello. Probablemente, de nadie se recuerdan tantos encuadres como de esta Marilyn: la hemos visto al volver una esquina, al pasear por el parque, en la cola del cine, en el hipódromo, en las nubes, en las escaleras de caracol, en el agua del estanque del Retiro. Tiene el pelo rubio como los chorros de whisky, y el cuerpo multicolor como un cromo del mundo submarino. Nadie dispone de una colección tan asombrosa como la suya de zapatos, medias, sombreros, adornos de bisutería, pañuelos exóticos y pomos de colorete; la vemos acercarse y no podemos evitar la tentación de creer que la abuela se ha echado a la calle, o que estamos en martes de carnaval.

A Marilyn la bautizaron los estudiantes con ese nombre, seguramente porque todos conservan una imagen inconsciente de Marilyn Monroe, el ideal de belleza que ha sustituido a Helena de Troya en nuestras profundidades. La bautizaron y la mantienen. Llega a la cola de los comedores de la Ciudad Universitaria, pregunta al último: «¿Tienes un duro»?, que es la forma más discreta y familiar de pedirlo, y así gana para comer. Los estudiantes aceptan que les acompañe en todo su ciclo vital, como el aire a las gaviotas: no importa si están sacando billetes para el teatro, para el concierto o para El Escorial. Siempre destinan un duro a las necesidades de Marilyn. en un tributo voluntario. A cambio, ella, les permite recordar a la otra Marilyn vista de lejos, que es como puede verse a alguien que ya está a más de quince años de distancia.

La vida de Marilyn, que es un ser opuesto a las flores de estufa, suele transcurrir en espacios abiertos, pero, como dicen los zoólogos, hay dos citas sobre ella en interiores: una vez fue vista en la biblioteca de Filosofía tomando apuntes en los márgenes de un periódico, y otra, pelando una naranja ceremoniosamente con cuchillo y tenedor. En ambas -ocasiones mantuvo ese esplendor suyo que obliga a suponer que amó, sucesivamente y en sus distintas épocas, a un intrigante republicano, a un contrabandista, a un torero, y a un procurador en Cortes.

Sin embargo, con ella es aconsejable permanecer en la lejanía, como ante los paisajes y las mariposas: la proximidad impone el análisis y, como se sabe, el análisis de una obra de arte lleva casi siempre el desencanto. Si no nos conformamos con una imagen fugaz, sabremos que cambia en función de la distancia y el ángulo: que es un combinado de escultura móvil, dama del alba y cuadro impresionista. Se transformará, según se nos vaya acercando, en Marilyn Monroe, su madre y su sombra.

En el plazo de unos pocos metros pasará de ser Marilyn a ser su fantasma.

El limpiabotas que desapareció con la lotería

Sigue sin conocerse el paradero de Antonio Salazar Fernández, limpiabotas y vendedor de participaciones de lotería en un restaurante madrileño hasta el 22 de diciembre pasado, y acaudalado fugitivo desde entonces. El día 21 tenía un cepillo, una bayeta y un número en venta, dividido en modestas porciones: el 34.509; el 22 se despertó con la bayeta, el cepillo y el número premiado en la pedrea. Disponía de dos opciones: cobrar el premio y repartirlo entre los participantes, o coger el dinero y correr. Finalmente, se decidió por lo segundo, como los evasores de capitales y algunos promotores de inmobiliaria.

Poco después, el abogado Javier Martín García puso el asunto en el juzgado de guardia, en nombre propio y en el de cincuenta perjudicados más. Para entonces, ya se tenía la sospecha de que el limpiabotas volador había cometido un pecado de inflación: había impreso y vendido bastantes más participaciones que el número premiado le permitía, fiel al más puro estilo de los especuladores del suelo. Lo suyo ha sido como una Buena Esperanza o como un Sofico, pero sin cemento. O con el cemento en la cara.

Con su precipitada fuga, Antonio el limpia ha podido menoscabar el prestigio de muchos de sus colegas. Porque, reparemos un poco en la figura del limpia-cerillero-pitillero. ¿No es, incluso por su atuendo negro, un director espiritual para muchos de sus clientes? ¿No ha dado, mejor que nadie, con el tono paternalista ideal que se precisa para decir «no coja usted esas trompas, don Eustaquio», o «sí fuma usted menos, el tabaco sabrá mejor», o «pasado mañana se le acaba el plazo para pasar por Hacienda»? Son como un pañuelo negro que llevan anudadó sus clientes para recordarlo todo, como una segunda conciencia, o como un reloj despertador. Nadie ha limpiado, fijado ni dado más esplendor que ellos; habría que proclamarlos académicos del betún.

Gracias al limpia sedentario, es decir, al limpia fiel, hemos podido enteramos antes que nadie de cuestiones tan decisivas como la subida de precio del tabaco, las variantes de la quiniela y la muerte del perro pequinés de la señora viuda que vive en el quinto. Gracias al limpia podemos tener siquiera un día por semana a alguien a nuestros pies, sin necesidad de pasar por el sonrojo de admitirlo.

Pero la huida de fin de año, quizá huida a Egipto, de Antonio Salazar Fernández no debe llevarnos a dramatizar en exceso. Esperemos enteramos pronto de su retorno y, entretanto, meditemos sobre el turbio destino de algunos ciudadanos que, como él, se encargan de una tarea que otros atribuyen nada menos que a Dios: la de repartir suerte.

Porque, ¿hay alguna tarea más divina y más inhumana que repartir el premio del número de lotería, aunque sea entre los clientes? Vuelva, don Antonio.

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