Tribuna:

Humanitarismo selectivo

A comienzos de la década de los sesenta, con motivo de la Campaña Internacional Pro-Amnistía de los presos políticos españoles, visité a una conocida personalidad de las letras francesas cuyo nombre no viene al caso. Le mostré el texto de una protesta contra la flagrante violación de los derechos humanos por parte de¡ régimen de Franco y solicité su adhesión a la misma. El escritor -reputado no obstante por su «humanismo y defensa de los valores morales»- leyó con visible desagrado la lista de los firmantes -en su mayoría izquierdistas- y, con gran sorpresa mía, preguntó si los presos cuya lib...

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A comienzos de la década de los sesenta, con motivo de la Campaña Internacional Pro-Amnistía de los presos políticos españoles, visité a una conocida personalidad de las letras francesas cuyo nombre no viene al caso. Le mostré el texto de una protesta contra la flagrante violación de los derechos humanos por parte de¡ régimen de Franco y solicité su adhesión a la misma. El escritor -reputado no obstante por su «humanismo y defensa de los valores morales»- leyó con visible desagrado la lista de los firmantes -en su mayoría izquierdistas- y, con gran sorpresa mía, preguntó si los presos cuya liberación exigíamos «eran comunistas». Como le respondiera que no lo sabía ni me importaba -a ninguno de los redactores del documento se nos había ocurrido la idea de investigar su afiliación; nos bastaba con saber que se hallaban presos por razones políticas-, mi interlocutor se lanzó a una vehemente diatriba contra los crímenes del estalinismo en la Unión Soviética y Europa del Este y se negó rotundamente a darme la firma. A sus ojos la amnistía de los presos políticos españoles era una «típica maniobra de Moscú destinada a sorprender la buena fe de la gente».Por estas mismas fechas, en el campo de los intelectuales comunistas y sus compañeros de viaje existía un fenómeno de polarización -o, si se quiere, de «mentalidad Far-West»- perfectamente simétrico. Pese a la masa abrumadora de documentos sobre purgas, prócesos, ejecuciones, campos de muerte del «socialismo» en el poder -los testimonios de Suvarín, Trotski, Gide, etcétera, eran conocidos desde los años treinta, y nadie podía alegar if -norancia de los hechos- , a mayoría de los escritores marxistas de Occidente persistían en negar la evidencia y tildaban cualquier intervención en favor de las víctimas de «grosera provocación antisoviética maquinada por Washington». El ambiente creado por la guerra fría convertía a los intelectuales de cada campo en simples propagandistas del mal llamado «mundo libre» (del que, no lo olvidemos, la España de Franco formaba parte) o de los presuntos regímenes de «democracia popular» del bloque soviético (en realidad, opresivas autocracias). La cruda verdad de decenas y a veces centenares de miles de presos condenados a una muerte lenta en nombre de principios nobilísimos contaba muy poco en aqueflos tiempos de maniqueísmo y perversión intelectual generalizados. Quienes denunciaban con toda razón los atropellos y matanzas del colonialismo en Madagascar, Indochina o Argelia escamoteaban la existencia de deportaciones masivas y campos de trabajo forzado en la «madre patria del socialismo». Los que desvelaban la opresión y terror imperantes en ésta corrían, por lo general, un tupido velo sobre el genocidio perpetrado en diversos países de Africa y Asia por quienes disfrazaban cínicamente su política de sucios intereses con bellas proclamas sobre «los valores de libertad y progreso de nuestra civilización cristiana».

Por fortuna, la situación ha evolucionado notablemente en el curso de los últimos años y actitudes rígidas como las de entonces constituyen hoy la excepción más bien que la regla. Mientras un número creciente de intelectuales católicos y liberales extienden su justa preocupación por las violaciones de los derechos humanos en los países del bloque soviético a la existente bajo las dictaduras militares de Chile, Uruguay o Argentina, los intelectuales marxistas e incluso muchos «cuadros» de los PC occidentales acompanan su defensa de las víctimas de Pinochet, Videla, Bordaberry, etcétera, con denuncias públicas de la actitud de las autoridades soviéticas y checoslovacas con respecto a sus disidentes. En la actualidad, los intelectuales de izquierda de Occidente pueden manifestar su solidaridad con los firmantes de la Carta 77 de Praga, los miembros del Comité contra la Represión Antiobrera de Varsovia o los grupos cívicos que endiferentes lugares de la URSS vigilan el cumplimiento de los acuerdos de Helsinki tocante a los derechos humanos sin ser acusados inmediatamente de reaccionarios o agentes de la CIA. La siniestra argmentación consistente en apuntar a cadáveres o presos ajenos para evitarse la molestia de hablar de los propios ha cedido el paso a una mayor preocupación por el respeto de los derechos y libertades fundamentales sin distinción de fronteras ni ideologías: un partido tan anclado todavía en su pasado estalinista como el PC francés participó, sin embargo, en un acto público de ayuda a los, presos políticos de Chile y la URSS; en la reciente Bienal sobre la disidencia, miembros de los partidos eurocomunistas y refugiados del Este se sentaron a discutir a la misma mesa.

Los principios establecidos en la Carta de las Naciones Unidas y avalados por los países firmantes del acta de Helsinki tienen validez universal: se aplican a los independentistas puertorriqueños detenidos en los USA y a los tártaros deportados de Crimea, al periodista uruguayo Julio Castro y al cineasta armenio Pereyanov, a los campesinos asesinados por Somoza y a las víctimas del nuevo régimen camboyano. No es posible disociar la represión racista, colonial o reaccionaria en Suráfrica, Israel, Irán, Filipinas o Indonesia de la ejercida en nombrede supuestos ideales revolucionarios por los regímenes sangrientos de Etiopía o Guinea Ecuatorial.

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Con todo, una lectura atenta de los periódicos en los países de relativa libertad de prensa -como es hoy día España- nos descubre que si la defensa de los derechos humanos ha cobrado gran ímpetu tanto en el Este como en el Oeste, subsisten todavía víctimas (y verdugos) tabús, de los que, por una razón u otra, es preferible no hablar y de quienes, por tanto, no se había. Mientras los presos políticos de algunos países (ya sea del Este, ya del Oeste) son objeto de una atención vigilante por parte de los mass media y asociaciones humanitarias internacionales, tratándose de otros parece existir (o existe) una misteriosa consigna de silencio como en los buenos tiempos de la guerra fría.

Alguna vez habrá que analizar por menudo la manipulación informativa -verdadero lavado de cerebro- que caracteriza a la prensa del «mundo libre» y la extraordinaria habilidad con que fomenta situaciones de amnesia colectiva. Espumaré un ejemplo entre muchos: cuando Nasser nacionalizó el canal de Suez, Anthony Eden y el «socialista» Guy Mollet, aplaudidos por la prensa de gran tirada de sus respectivos países, enviaron un cuerpo expedicionario a Port Said con el brillante pretexto de que, dado el extremismo político e incapacidad técnica de los egipcios, el buen funcionamiento del canal, de importancia vital para Europa, corría un grave peligro. Diez años después tras su victoria en la guerra de los Seis Días, Israel paralizó realmente la navegación, pero la misma prensa que había puesto el grito en el cielo ante la hipotética amenaza egipcia se guardó muy bien de evocar su carácter «vital» y dejó incluso de hablar del asunto durante años, como si fuera natural que los buques petroleros del golfo Pérsico tuvieran que dar la costosísima vuelta por el cabo de Buena Esperanza y la vía de comunicación abierta por Lesseps no hubiese existido nunca.

Esta inducción a la desmemoria colectiva la vemos repetirse hoy, en el campo de los derechos humanos, con algunos países o regímenes que gozan de un estatuto privilegiado en nuestros medios informativos y cuyos abusos benefician de una pasmosa y prolongada amnesia general. Los mismos intelectuales y líderes demócratas que hoy denuncian sin complejos los procesos políticos de la URSS omiten referirse casi siempre a la existencia de 3.000 presos políticos en Cuba (cifra admitida por el propio Castro en la televisión americana): el caso lamentable del comandante rebelde Hubert Matos, detenido e incomunicado desde hace diecisiete años por haber manifestado su desacuerdo con el líder Máximo (se definía y se defme ahora como un socialdemócrata) no impide, por ejemplo, que un hombre de ideas muy afines a las suyas como el profesor Tierno Galván considere que el régimen castrista respeta «hasta el máximo la condición y naturaleza humanas» (¿es este el modelo de democracia que postula para España?).

Lo mismo podríamos decir respecto al preso político más célebre del mundo y de quien nadie, en España ni fuera, parece recordar su existencia: gran revolucionario, líder incontestado del Tercer Mundo, exaltado hasta los límites de la adulación por toda la prensa europea de izquierdas, Ahmed Ben Bella es objeto de un fantástico, y escandaloso, olvido colectivo. Derribado hace doce años por un complot de su propio ministro de Defensa, permanece encerrado desde entonces, sin juicio alguno, en un régimen de aislamiento absoluto, sin que, aprovechando sus frecuentes invitaciones a Argel, los líderes e intelectuales de nuestra democracia desmemoriada se preocupen jamás por exigir su liberación a sus anfitriones.

La negativa del escritor francés a firmar por los presos comunistas de Franco reflejaba un estado de espíritu que, como vemos en estos ejemplos, no ha desaparecido del todo. Desdichadamente sigue habiendo aún presos políticos de los que es conveniente (y rentable) hablar, y otros que (en razón de su inoportunidad) conviene dejar que se pudran en vida con ayuda de nuestro hipócrita silencio.

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