Editorial:

El motín de Carabanchel

EL MOTIN de presos en Carabanchel sirve de recordatorio a los ciudadanos que han comenzado a disfrutar en nuestro país de las libertades democráticas, de la existencia de una población penal marginada de esa reconciliación entre el Poder y la sociedad. Las medidas de gracia que han acelerado la excarcelación de militantes políticos condenados a muerte se encuentra, de alguna forma, en la raíz de esa protesta, no en vano los cambios de régimen -y en España ese cambio se ha producido- suelen ser recibidos esperanzadamente, en todos los niveles de la sociedad, como el comienzo de una vida nueva, ...

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EL MOTIN de presos en Carabanchel sirve de recordatorio a los ciudadanos que han comenzado a disfrutar en nuestro país de las libertades democráticas, de la existencia de una población penal marginada de esa reconciliación entre el Poder y la sociedad. Las medidas de gracia que han acelerado la excarcelación de militantes políticos condenados a muerte se encuentra, de alguna forma, en la raíz de esa protesta, no en vano los cambios de régimen -y en España ese cambio se ha producido- suelen ser recibidos esperanzadamente, en todos los niveles de la sociedad, como el comienzo de una vida nueva, necesita da del olvido de las responsabilidades de la anterior etapa.Digamos, ante todo, que la distinción tradicional entre «delitos políticos» y «delitos comunes» debe ser impugnada, pero no desde la perspectiva de la identidad de las conductas de sus protagonistas, sino desde la imposibilidad jurídica de que en una sociedad democrática existan «delitos políticos». En cambio, tienen toda la razón quienes denominan «delitos sociales», a las infracciones del Código Penal ordinario, con el argumento de que sus autores son en gran parte víctimas de la sociedad a la que pertenecen. El análisis del origen social de la actual población penal española muestra hasta qué punto la falta de oportunidades y la mala posición de partida conducen al callejón sin salida de la delincuencia. De ahí no se sigue, sin embargo, la asimilación entre los delincuentes y los rebeldes o revolucionarios, como pretende un rebrote entre frívolo y exhibicionista de una acracia que se remonta menos a Bakunin que a la teoría del buen salvaje. Es un hecho que mientras los «delincuentes políticos» bajo el franquismo perseguían una transformación del régimen jurídico y del sistema de poder, buena parte de los «delincuentes sociales» buscan la forma de hacer suyos, mediante procedimientos ilegales, los valores de éxito y consumo de la sociedad establecida. La lucha iniciada por los presos integrados en la COPEL merece todo el respeto, precisamente por el carácter general y solidario de sus objetivos, que transcienden cualquier intento de sublimar la delincuencia, habitual vivero de «escuadristas», en instrumento de cambio social.

La COPEL pide amnistía y un cambio radical en el sistema penitenciario. Aunque no resulte agradable decirlo, es evidente que el paralelismo entre la amnistía política y una eventual amnistía para delitos sociales es indefendible. Porque los dos grandes supuestos que con templa la amnistía no se dan, o se dan en grado mínimo, en las condenas nacidas de la aplicación del Código Penal ordinario. De un lado, la amnistía promulgada el pasado mes de julio no hacía más que proyectar hacia atrás los efectos de la «despenalización» de conductas tales como la afiliación a partidos políticos y la propaganda de sus siglas y de sus programas. Resultaba absurdo, además de injusto, que los condenados por asociación ilícita o propaganda ilegal antes de la reforma del Código Penal no fueran equiparados a todos los efectos a los ciudadanos que realizaban, ahora legalmente, esos mismos actos. Evidentemente, en el ámbito de la «delincuencia social» la despenalización de conductas -y la consiguiente amnistía- no puede extenderse en el futuro. inmediato, más que a un número limitadísimo de delitos (el adulterio, la propaganda de anticonceptivos y algunas formas del aborto, por ejemplo).

Tampoco el segundo supuesto que cubre la amnistía puede extenderse a los delitos ordinarios. Se trata de la amnistía de conductas que continúan siendo delictivas (como el robo o el homicidio), pero que fueron motivadas por circunstancias políticas ahora inexistentes. En el caso de hombres que mataron o asaltaron bancos durante la dictadura por razones políticas, se presume que el cambio de sistema político ha hecho desaparecer lo que pudiera hacerles reincidir en esa conducta delictiva. Y es evidente que las transformaciones políticas no modifican lo bastante una sociedad como para presumir, en términos generales, que han desaparecido las causas que empujan a quebrantar la ley por móviles privados.

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Por lo demás, la proclamación de don Juan Carlos de Borbón como Rey fue la ocasión para la concesión, en noviembre de 1975, de un indulto de hasta tres años de reclusión. La apertura de las Cortes Constituyentes puede ser también conmemorada por el otorgamiento de un nuevo indulto. Sin embargo, nuestros legisladores deberían, al tiempo, iniciar la reforma a fondo de una normativa penal claramente excesiva en las penas, obsesivamente preocupada por la protección a ultranza de la propiedad privada en sus aspectos más nimios y claramente desfasada en los llamados «delitos contra el honor». Esa reforma tendría que comenzar, simple y llanamente, por la derogación de la ley de Peligrosidad Social, que duplica escandalosamente los castigos, y no define con precisión las conductas delictivas. Y debería extenderse hasta la participación de los órganos jurisdiccionales en la ejecución de las penas, a fin de evitar que cuestiones tan importantes como la redención de penas por el trabajo y la libertad condicional, se hallen enteramente en manos de la Administración. Una seria reforma penal permitiría, por lo demás, la desaparición de esos «indultos generales», a los que el franquismo acostumbró a la población penal, haciendo pasar por generosidad arbitraria lo que no era sino suavización de una normativa que establecía penas. desproporcionadamente elevadas, obligando así a los jueces a aplicar primero una dura legislación y desautorizándolos después corporativamente mediante el indulto.

Queda, por último, la reforma radical del régimen penitenciario, que en estos momentos vulnera claramente la declaración de derechos humanos que España ha suscrito. Tal vez en tiempos venideros se someta a revisión la práctica de los países civilizados de segregar de la comunidad, dentro de recintos clausurados, a quienes han sido penados con la privación de libertad. Pero mientras esos tiempos no lleguen luchemos, al menos, para que esa separación del penado de su medio no se prolongue, innecesaria y brutalmente, en la privación de la dignidad, de la intimidad, de la cultura y de las relaciones afectivas. Es sencillamente intolerable que en un país civilizado se maltrate de obra a los presos, se les encierre en total aislamiento durante semanas en celdas oscuras y húmedas, se les censure la prensa y los libros, se les mantenga en instalaciones inhóspitas y heladas durante el invierno, se les escatimen las visitas y se les convierta muchas veces en blancos inermes del sadismo de otros presos. Sólo un cuerpo de prisiones que se proponga la rehabilitación de los presos, un reglamento adecuado e instalaciones decorosas, podrán impedir que las cárceles se conviertan en un semillero de reincidencia y en una versión actualizada del infierno dantesco.

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