Cartas al director

Sobre el señor Suárez y los señores suaristas

Como hombre que no ha estado nunca, ni piensa ni quiere estar, en el Poder, me dirijo a los que siempre han estado -y procuran por todos los medios seguir estando en el Poder (usurpado, pienso yo, a la clase obrera), con la única autoridad, bien ridícula por cierto, que uno tiene: la autoridad moral propia de los que siempre están recibiendo las bofetadas y dando, claro está, alguna que otra -más o menos sonada- cuando uno ha podido; de donde seguramente nos viene a algunos el curioso remoquete de violentos... (no se olvide que el que suscribe ha sido terrorista durante ocho meses en la cárcel...

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Como hombre que no ha estado nunca, ni piensa ni quiere estar, en el Poder, me dirijo a los que siempre han estado -y procuran por todos los medios seguir estando en el Poder (usurpado, pienso yo, a la clase obrera), con la única autoridad, bien ridícula por cierto, que uno tiene: la autoridad moral propia de los que siempre están recibiendo las bofetadas y dando, claro está, alguna que otra -más o menos sonada- cuando uno ha podido; de donde seguramente nos viene a algunos el curioso remoquete de violentos... (no se olvide que el que suscribe ha sido terrorista durante ocho meses en la cárcel de Carabanchel). La motivación inmediata de esta cartita reside en una mera anécdota: he visto actuar a las fuerzas del orden hace unas horas, en dos ocasiones: a la puerta de la prisión de Carabanchel -con motivo de la puesta en libertad del militante revolucionario Sabino Arana, a quien conocí en la citada prisión y por el que siento gran afecto- y en el barrio de San Blas, al día siguiente.A ambos lugares me llevó mi condición de cronista militante de la vida española, es decir, mi condición de escritor y también la de militante propiamente dicho. En el primero asistí a escenas de terrible violencia, ejercida sobre gentes pacíficas que proclamaban, mientras se retiraban acompañando a sus camaradas liberados, su alegría y la justa exigencia de una amnistía total en términos perfectamente cívicos y civilizados. Así era la cosa cuando, de pronto, estalló la barbarie: el automóvil que estaba delante del nuestro fue vaciado de sus ocupantes, los cuales fueron brutalmente golpeados, arrojados por los suelos y sometidos a muy zoológicos desalojos, lo mismo que los pacíficos ocupantes de una motocicleta: fueron tirados por tierra y enormemente brutalizados.

En nuestro automóvil íbamos dos personas mayores con mi hija y otras chicas jóvenes. Nos ordenaron desocuparlo para someternos sin duda a paliza semejante; a lo que nos negamos con cierta energía moral. Entonces los agentes del orden, en un gesto de terrible cólera frustrada, golpearon el coche con sus porras mientras dificultosamente lo poníamos en marcha. Etcétera, etcétera. ¿Para qué seguir? Desde mi exilio bordelés había seguido con horror las noticias de tantos muertos como se producen desde hace tiempo en las calles y los campos del territorio español con ocasión de manifestaciones populares cuyos objetivos son, a mi modo de ver, siempre justos e inobjetables para cualquier persona moralmente decente. Ahora comprendo de qué manera se producen estas matanzas.

Lo del día siguiente fue todavía más turbador e increíble. No sólo no se había producido ni el menor desorden público, sino que ni siquiera había concentración alguna, ni se había oído canción ni voz de ningún género, cuando grandes efectivos de Guardia Civil y Policía Armada procedieron a atacar con una violencia asombrosa -desde gases lacrimógenos y balas de goma a culatazos de mosquetón- a las personas que, en el peor de los casos, estaban reunidas en pequeñísimos grupos, sin duda comentando las posibles razones por las que se había prohibido por ustedes -el señor Suárez, sus colaboradores, no sé- la celebración de un pacífico mitin en el polideportivo de aquel barrio. Demasiado. Demasiado horrible. Demasiado lamentable.

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Por lo demás, seguimos viviendo la triste burla de la amnistía -el timo de la amnistía, podría decirse- y el complejo proceso de no legalización de los partidos de izquierda. Ante tal panorama, yo me pregunto cuasi estupefacto por qué sus correligionarios de ayer les llaman ahora traidores... ¡Qué ligereza por su parte! ¡Qué ofuscación! ¡Qué falta de sentido reaccionario.

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