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Fuerzas Armadas y política

El problema de las Fuerzas Armadas está ahí, pero nadie, o casi nadie, quiere afrontarlo y muchos, absurdamente, pretenden ignorarlo. Esta actitud de silencio no es aislada. A pesar de la exhuberante proliferación de órganos de expresión, partidos políticos y discursos varios, hay una serie de temas, básicos para nuestra convivencia futura, que se ignoran, o casi. El encaje profundo de las Fuerzas Armadas en el Régimen que nace es uno de ellos y su solución no depende del Gobierno.Algunos parecen haber descubierto la piedra filosofal para compaginar cambio político y Fuerzas Armadas: el apolit...

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El problema de las Fuerzas Armadas está ahí, pero nadie, o casi nadie, quiere afrontarlo y muchos, absurdamente, pretenden ignorarlo. Esta actitud de silencio no es aislada. A pesar de la exhuberante proliferación de órganos de expresión, partidos políticos y discursos varios, hay una serie de temas, básicos para nuestra convivencia futura, que se ignoran, o casi. El encaje profundo de las Fuerzas Armadas en el Régimen que nace es uno de ellos y su solución no depende del Gobierno.Algunos parecen haber descubierto la piedra filosofal para compaginar cambio político y Fuerzas Armadas: el apoliticismo de los ejércitos. El ejército y los militares son o deben ser apolíticos o no deben ocuparse de cuestiones políticas. Pero esta es una reincidencia más en la vieja táctica del avestruz. Ni esto es así, ni puede ni debe ser así; ni a nivel de institución, ni a nivel de las personas que profesionalmente la integran.

Un ejército moderno, nacional, es una organización profesional al servicio del Estado y bajo el mando, normalmente, de su más alta autoridad. Pero el Estado no es una entidad neutra y sinsustanciada desde el punto de vista ideológico. El estado concreta, organizativamente, unos principios de convivencia, un modo de entender las relaciones sociales y políticas, que puede cambiar y, a veces, profundamente. Los ejércitos de los distintos países, para ser eficaces, tienen que estar compenetrados con las bases ideológicas de sus respectivas organizaciones políticas. Para poner casos extremos, no resulta imaginable un ejército norteamericano integrado por una oficialidad comunista, ni un ejército cubano dotado de excelentes profesionales de mentalidad capitalista. Los profesionales del ejército no son mercenarios que están a lo que se mande con tal que se les pague. Están al servicio de un pueblo que se organiza de acuerdo con ciertos principios de convivencia; el respeto y la defensa de esos principios exige que sean más intensamente sentidos por quienes tienen una misión tan específica e importante que cumplir para la existencia de un país. Detrás de un ejército que se precie hay siempre una concepción de la vida proyectada sobre una colectividad concreta. En tal sentido, un ejército moderno es, debe ser, profundamente político. Y por ello en todas las academias militares del mundo, que yo sepa, se imparte, con la preparación técnica, una formación política en profundidad.

Por ello las grandes convulsiones políticas y sociales, sobre todo si han sido rápidas en el cambio político, han traído consigo la creación de ejércitos nuevos, integrados en la nueva concepción políticamente imperante. Así ocurrió en Rusia con motivo de la Revolución de Octubre, y en la Revolución francesa, y en países que nacen a la independencia, y tantas y tantas veces en la historia.

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El Ejército español no es una excepción. El Ejército español ni es, ni será apolítico; tampoco lo son, ni lo serán, sus cuadros de mando. Y para lograr que el Ejército español sea el ejército que la nueva Monarquía necesita, hacen falta algunas, bastantes, cosas, y la primera, no cerrar los ojos ante la realidad.

En su configuración ideológica actual, nuestras Fuerzas Armadas son, en gran medida, un producto de la guerra civil. Muchos de los cuadros se «hicieron», militar e ideológicamente, en la guerra, a las órdenes del general Franca. Los que no hicieron la guerra, que son los más numerosos, se formaron, sin embargo, bajo el influjo intenso e inmediato de quienes la hicieron. Si al Régimen que hasta hace poco ha habido en España se le puede llamar, para entendernos, franquista, entre lo que de franquismo queda en nuestro país, que es, lógicamente, mucho se encuentra en lugar destacado el Ejército. Con intención puramente descriptiva, puede decirse que el Ejército español es un ejército franquista. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que todos los militares españoles profesan el franquismo activo y nostálgico de algunos grupos políticos, que es una cuestión muy diferente.

La nueva Monarquía supone, ha supuesto ya, un cambio profundo en la ordenación política española. Sin ruptura formal, asistimos a una mutación de grandes proporciones. En realidad, lo que sucede es obra de todos y no es de nadie, aunque algunos grupos -el Gobierno, por ejemplo- tengan un protagonismo principal. Pero lo que se quiere decir es que el franquismo se extingue solo, por puro acabamiento casi biológico. El general Franco consiguió muchas cosas; lo que no hizo, sin embargo, fue crear un sistema político que le pudiera sobrevivir, como sucedió, por no citar otros ejemplos, con el México nacido de la Revolución o la República francesa de De Gaulle. Aunque de su actuación política queda, y quedará para siempre, mucho, de su construcción política va quedando poco, y se vislumbra que dentro de escaso tiempo no quedará casi nada: la democracia orgánica, el sindicalismo vertical, la negación del pluralismo ideológico, desaparecen como arena que se lleva el viento. Sólo unos pocos, entre los que profesaron el franquismo político activo, creen en la viabilidad de ese aparato sin el general al frente. Y por eso se hunde. Mucha gente creía en Franco. Muy poca, según se ve, en las instituciones que él legó, y en los principios que las inspiraban. Esto no es un juicio; es una constatación. Y ya está claro: ni la democracia va a ser orgánica, ni el sindicalismo vertical, ni los partidos políticos nefandos.

Creo que lo oportuno es exponer esta situación ante el Ejército e intentar que sus cuadros se identifiquen ideológicamente con las nuevas ideas que han de inspirar la convivencia nacional. Pero el choque es muy fuerte. Es comprensible que muchos miembros de las Fuerzas Armadas contemplen al menos con estupor el desarrollo de ciertos acontecimientos y el comportamiento de ciertas personas. Pero la gente se entiende hablando; en cualquier caso, si no habla, difícilmente se puede entender. Creo que en las Fuerzas Armadas hay un punto de partida muy sólido para cualquier entendimiento: su patriotismo desinteresado. Sobre esa base puede conseguirse su adhesión sincera y éticamente satisfactoria a un nuevo sistema de ideas básicas para la convivencia. Al fin y al cabo, el cambio es profundo, pero aquí no hay una revolución ni una total subversión de valores. Lo que hace falta es que ese sistema exista y que sea generalmente respetado y compartido. Esa es una grave responsabilidad de todos los líderes políticos españoles. Si no sentamos unas bases mínimas de convivencia pacífica, la nueva Monarquía fracasará, como fracasó la República; por ello la República no pudo lograr la plena identificación del Ejército con el régimen republicano. Todo país necesita un ejército; pero todo ejército necesita un país, y esto es algo más que una suma de personas asentadas en un territorio. La plena identificación del ejército con la nueva Monarquía requiere un esfuerzo serio por parte de muchos de los cuadros de las Fuerzas Armadas, que tendrán que hacerse la violencia mental de superar algunas viejas concepciones inaplicables y un esfuerzo no menos grande de los protagonistas políticos de este régimen que nace, en la fijación de unas reglas aceptables y en el respeto a las reglas fijadas. Si esa identificación no se consigue, fallará uno de los elementos esenciales de la organización política real, y las consecuencias pueden ser desastrosas. Cuando la misión de una institución es defender algo, lo primero que tiene que quedar claro es lo que tiene que defender, para prestarle su asentimiento convencido, sin el cual no existirán las condiciones morales imprescindibles para la eficacia de su acción. Y un ejército tiene que defender algo consistente, no el caos; no hay quien se apunte a tan estúpida labor.

Por todo ello el silencio de los distintos grupos políticos ante el Ejército es probablemente una táctica equivocada. Como lo es también el halago que algunos practican utilizando palabras que tengan buen son a oídos militares. No se trata de decir lo que la otra parte quiera oír, sino, lisa y llanamente, lo que hay y lo que se piensa. Y dentro de este halago hay formas más sutiles, y a la vez más burdas, que las palabras. Hay quien estima que a las Fuerzas Armadas lo que hay que darles es unos medios y un tratamiento personal que las haga verdaderamente operacionales, y, por tanto, con unos cuadros profesionalmente satisfechos. Esto es necesario; es imprescindible, porque lo requieren, en resumen, la defensa nacional. Pero no es suficiente. Las Fuerzas Armadas no se compran políticamente ni al precio de una excelente organización militar. La coincidencia de ideales es insustituible. Es la base misma de un ejército nacional.

Las Fuerzas Armadas no pueden ser apolíticas. Otra cosa es que se limiten a cumplir sus funciones específicas de acuerdo con el ordenamiento constitucional. Un ejército ha de ser profundamente político, en el sentido aquí expuesto, pero debe estar al margen de las contingencias que no afecten a lo que, razonablemente, se establezca como esencial. Es todo lo que se puede y se debe pedir. Lo demás son utopías.

Deshecho el equívoco fundamental, hay que evitar en lo posible el compromiso del ejército o de sus cuadros en la lucha política diaria y concreta en materias que específicamente no le atañen. La ósmosis entre ciertos cargos políticos y actividades estrictamente militares no debe contemplarse como algo natural. Las profesiones imponen limitaciones a quienes las ejercen, en mayor o menor medida. La profesión militar las impone muy especialmente. Naturalmente, el respeto a la persona, aun dentro de una organización jerárquica disciplinada, exige el reconocimiento del pluralismo político que, sin mengua del cumplimiento profesional más escrupuloso, se habrá de dar lógicamente entre los militares profesionales. Mantener la unidad de las Fuerzas Armadas es una cosa necesaria por cierto; imponer, para lograrlo, que los militares sean una especie de ciudadanos políticamente asexuada, es un absurdo y una injusticia. En este aspecto sería también mejor plantear claramente los temas y fijar con claridad los límites y las compatibilidades entre las exigencias del servicio y la libertad de opciones políticas. La confusión ha llegado a ser tal que hemos presenciado el contrasentido de que, con la mejor voluntad, ciertas personas han invocado, e incluso exigido, un abstencionismo político de los militares cuando, obviamente, no predicaban con el ejemplo.

Pero el ejército no es sólo político en el sentido de identificación ideológica. No hay que olvidar que las Fuerzas Armadas cumplen funciones políticas muy concretas. Su conexión con la política exterior (y no es la única) requiere, obviamente, la existencia de órganos políticos con participación militar. Cierta política ha de hacerse con y por los militares; por su propia naturaleza. Lo que es muy diferente del ejercicio de actividades políticas claramente ajenas a su función. Pero la defensa nacional no es tarea exclusiva del Ejército y exige por tanto la coordinación de las Fuerzas Armadas con otras instancias civiles, principalmente en altos órganos de poder político. La defensa nacional puede plantearse de diversas maneras, pero la opción que se elija es una opción política, en la que el Ejército es un protagonista singular.

Desde el punto de vista de un profano, preocupado por este y por otros problemas que a nadie son ajenos, ni aquéllo de «el Ejército al poder» que se ha podido leer en ciertas pancartas, ni aquéllo otro de los militares al limbo político. Las cosas son más complicadas; por eso, todo esfuerzo de clarificación será escaso; y toda sinceridad poca.

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