Editorial:

La violencia innecesaria

LA RECIENTE muerte de un joven en Almería cuando realizaba una pintada, pone de relieve la inútil dramatización de la vida política española. Los lectores de periódicos conocen la frecuencia de sucesos como éste que, por causas triviales, desdicen la imagen de una transición pacífica hacia la democracia. Desde el último 20 de noviembre, son 26 las muertes -manifestantes, militantes políticos, guardias civiles- provocadas en incidentes de motivación política. En el mismo lapso de tiempo, un país como Francia sólo ha lamentado dos muertes, a causa de los disturbios provocados por los agri...

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LA RECIENTE muerte de un joven en Almería cuando realizaba una pintada, pone de relieve la inútil dramatización de la vida política española. Los lectores de periódicos conocen la frecuencia de sucesos como éste que, por causas triviales, desdicen la imagen de una transición pacífica hacia la democracia. Desde el último 20 de noviembre, son 26 las muertes -manifestantes, militantes políticos, guardias civiles- provocadas en incidentes de motivación política. En el mismo lapso de tiempo, un país como Francia sólo ha lamentado dos muertes, a causa de los disturbios provocados por los agricultores de Montredon. Comparativamente, cabe recordar que la revolución del 25 de abril en Portugal se llevó a cabo con el saldo de un muerto y que el mayo francés del 68 deparó también sólo un muerto, por caída accidental desde lo alto de un árbol.Durante largos años, en España han constituido delitos graves, severamente sancionados, los actos políticos como la afiliación a un partido o la propaganda ideológica en sus varias facetas. Ahora la situación es diferente: se ha reconocido que la soberanía no reside en una persona o un grupo y que la legitimidad proviene de la voluntad popular libremente expresada; los partidos políticos están admitidos de hecho y el que hayan o no pasado «por ventanilla», no es matiz que justifique una represión violenta. De la misma forma, las manifestaciones no autorizadas, cuando son pacíficas, adquieren un cariz distinto ahora que en los años en que no se autorizaban más concentraciones que las de la plaza de Oriente.

La situación política española es harto brumosa. Se abre, empero, entre esas brumas un claro visible, quizá el único: es el momento de la distensión, la tolerancia, la aplicación generosa de la vieja legislación todavía vigente.

En una situación como ésta, carece de sentido que mientras el secretario de un partido -valga el ejemplo- es llamado a Presidencia, para evacuar consultas, militantes de ese partido sean detenidos a punta de pistola por repartir su propaganda. Poco después, mientras el ministro de la Gobernación dialogaba con el político catalán Jordi Pujol, se producía en Barcelona un incidente violento en el que resultaba golpeado un grupo de catalanistas.

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Resulta dramáticamente inconsecuente que la fuerza pública haga fuego contra quien huye al ser descubierto en la tarea de escribir en una pared lo que podría publicarse en un periódico. Es preocupante que se ordene a unos guardias civiles -con peligro de sus vidas- retirar una bandera regional, que debería estar ondeando todos los domingos en los campos de fútbol respectivos.

Todos estos sucesos, que acarrean a menudo secuelas de sangre, deben meditarse con el propósito de exigir responsabilidades. Y ya es hora de que se escriba públicamente que las fuerzas de orden público no pasan de ser una víctima más de este entendimiento desorbitado de la política. Cuando los políticos no saben qué hacer, resulta en exceso cómodo declinar responsabilidades en los funcionarios del orden. Estos no hacen otra cosa que cumplir instrucciones. Mientras las directrices políticas estimen que es saludable disparar con fusil contra quien huye tras haber realizado una pintada, las fuerzas de orden público tendrán que hacerlo. Pero que no se clame contra ellas, sino contra quienes desde sus despachos pretenden organizar con viejos procedimientos la nueva convivencia española.

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