Editorial:

El costo de la democracia

LA CADENA de explosiones y atentados iniciada en la madrugada del 18 de julio, se han producido al día siguiente de que el Gobierno Suárez manifestara, en su declaración programática, que «el reconocimiento del pluralismo, la garantía de las libertades y el ejercicio de los derechos, sólo podrán consolidarse en un clima de libertad y serenidad».Pero los dinamiteros no necesitaban esta sugerencia para actuar. Saben muy bien cuáles son sus objetivos y conocen los procedimientos adecuados para conseguirlos. Son conscientes de que la democratización del país significa su definitiva liquidación pol...

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LA CADENA de explosiones y atentados iniciada en la madrugada del 18 de julio, se han producido al día siguiente de que el Gobierno Suárez manifestara, en su declaración programática, que «el reconocimiento del pluralismo, la garantía de las libertades y el ejercicio de los derechos, sólo podrán consolidarse en un clima de libertad y serenidad».Pero los dinamiteros no necesitaban esta sugerencia para actuar. Saben muy bien cuáles son sus objetivos y conocen los procedimientos adecuados para conseguirlos. Son conscientes de que la democratización del país significa su definitiva liquidación política. Es lógico, pues, que traten de remover las aguas y desatar las pasiones.

Efectivamente, el «clima de libertad» es el mayor peligro para los extremistas, tanto de derecha como de izquierda. A los primeros, mediante la libertad de expresión y el control judicial, les privará de las complicidades que sólo el secreto permite; a los segundos, a través del encauzamiento pacífico de las reivindicaciones populares, les impedirá capitalizar el descontento de los trabajadores y de las minorías oprimidas. Extremismos, por otro lado, que más de una vez se coaligan, bien voluntariamente, por confusión ideológica y afinidades temperamentales, bien manipuladamente, por la intervención de los servicios secretos.

Por supuesto, no se puede descartar que en el futuro estas acciones condenables -y condenadas por todas las fuerzas de la oposición, incluido el Partido Comunista- vuelvan a producirse. Ahora bien, sólo un razonamiento falaz puede establecer una correlación entre la ampliación de las libertades y la impunidad para el terrorismo. Baste con recordar los asesinatos cometidos el 1 de octubre pasado en medio de una crispación represiva o con lanzar una mirada hacia la desesperada situación en la que se debate Argentina. Como señala la declaración programática del Gobierno, la ley penal, convenientemente rectificada para reducir «el ámbito de lo ilícito a lo que atente a la libertad de los demás y a la unidad, independencia y seguridad del Estado» (e interpretada por «una justicia independiente y que asuma con plenitud la función jurisdiccional»), debe aplicarse estrictamente «a quienes con su conducta traten de enfrentar la libertad y el orden». Porque nunca se insistirá bastante en que «la mejor defensa del orden es la libertad responsable».

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Indudablemente la democracia tiene un costo; pero quienes subrayan de forma unilateral el pasivo de las libertades, lo hacen para silenciar el elevado precio que hay que pagar por las dictaduras. El «orden público» se basa en el reconocimiento y garantía de las libertades ciudadanas y en el pluralismo; la aparente tranquilidad callejera impuesta por la fuerza, no es sino el «orden privado» con el que se regala la minoría que monopoliza el poder a costa de la mutilación y la opresión de la sociedad que lo padece.

La paz de los cementerios es un bien temporal para los sepultureros, pero un mal definitivo para sus víctimas. Además, las obligaciones que no se cumplen en el presente se acumulan como deudas para el futuro. Si bien los muertos no resucitan, las causas que los produjeron vuelven a salir a la luz con el relevo de las generaciones. En la historia no hay un solo caso de congelación eterna de los conflictos; la momentánea liquidación de sus síntomas mediante la fuerza, no hace sino aplazar su estallido y multiplicar sus efectos destructores.

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