McLaughlin vuelve a batir el récord del mundo para ganar el oro en los 400m vallas

La neerlandesa Femke Bol sucumbió al intentar seguir el ritmo imponente de la norteamericana en las primeras vallas y termina tercera

Sydney McLaughlin celebra el oro en los 200m.Hannah Peters (Getty Images)

Son Sydney McLaughlin, californiana de 25 años cumplidos este miércoles, y Femke Bol, neerlandesa, seis meses más joven.

Sus enfrentamientos gozan del encanto de lo insólito. Y siempre tienen un resultado extraordinario, como los 50,37s con los que la norteamericana establece un nuevo récord mundial, rebajando 28 centésimas la marca que ella misma fijó hace mes y medio (50,65s) y acercándose paso a paso a su gran objetivo: bajar de los 50s. Bol, de nuevo tercera, como en Tokio (52,15s), superada en las dos últimas vallas por la norteamericana Anna Cockrell (51,87s), la cuarta mujer que desciende de los 52s.

Han llevado los 400m vallas a otra dimensión pero apenas se conocen. Han rozado la barrera impensable de los 50s, que ya en 400m lisos es la frontera de la excelencia, pero sus duelos siempre se han producido a distancia, salvo en las finales de los Juegos de Tokio, donde la norteamericana, más hecha, ganó y batió el récord del mundo (51,46s), y en los Mundiales de Oregón 22 (nueva victoria de McLaughlin, nuevo récord, 50,68s). Para ellas, todo el escenario. Es la tercera vez que se cruzan.

McLaughlin, calle cinco, cejas ultradelineadas, hoyuelos de heroína en la barbilla, es intensa, severa, mujer consciente de la transcendencia de sus acciones; Femke Bol, calle seis, mejillas de adolescente y piernas de bambi, y un poco su mirada, da valor a la ligereza de lo intrascendente, y ríe. El 400m vallas, la final que disputan, es la prueba de las medidas exactas, 45 metros lisos a fuego, luego, el cambio de pierna, de los 14 pasos para cubrir los seis intervalos de 35 metros entre las siete primeras vallas de 76,2 centímetros, 15 pasos entre los dos intervalos siguientes, y menos de cinco segundos para cubrir cada uno. Es la prueba en la que un mínimo error es un cataclismo, el origen de la belleza, de lo excepcional. De la salida atómica de la norteamericana, sprinter excepcional, 5,91s en los 45 primeros metros, que obligan a la neerlandesa (6,13s) a morir persiguiendo. A cometer el error. En vez de confiar en su plan de carrera, se deja llevar por el huracán McLaughlin. Los dos primeros intervalos, 14 pasos, Bol los corre por encima de sus posibilidades, en menos de 4s. Los dos últimos, agarrotada, derrotada por el láctico, ella, precisamente, famosa por sus remontadas.

No puede haber dos personalidades más diferentes, dos culturas, dos formas de ver la vida. McLaughlin, que cumplió 25 años el pasado miércoles, es seis meses mayor que Bol, y mucho más veterana, niña prodigio que todo lo hace a la perfección, incluidos los malabarismos, excepcional coordinación ojo-manos e inteligencia espacial, debutó a los 17 años en los Juegos de Río. No puede haber dos huellas más similares sobre el tartán, pisadas imperceptibles, aéreas, parece que flotaran y, sin embargo, pisan con fuerza para que los cauchos sintéticos les devuelvan la energía que les prestan en sus contados contactos centesimales con el suelo. Ambas son velocísimas. McLaughlin corre los 200m en 22,07s, y los 400m lisos en 48,74s, marcas que le habrían permitido ser favorita en ambas distancias también en París, como Bol en los 400m lisos (49,17s).

Son igual de meticulosas, pero una, la norteamericana entrenada en Los Ángeles por el clan de Bob Kersee del que salieron atletas tan diferentes como Florence Griffith o Allyson Felix, da las gracias a Dios por sus triunfos y su talento, y en las redes sociales, donde es omnipresente, publica un versículo bíblico. Tiene un canal en YouTube en el que cuenta su vida cotidiana, escribió una autobiografía a los 22, hace publicidad de cremas antiarrugas y está casada con un futbolista de la NFL de fama media, André Levrone, que se retiró a los 25 años. El novio de Bol, racional, sencilla, es Ben Broeders, un pertiguista belga de 5,85m. Su vida no se cuenta en las revistas del corazón ni en los canales ni redes, que no frecuenta.

El atletismo está hecho de genios únicos que durante su esplendor reinan supremos, sin oposición, Lewis, Elliott, Snell, Zatopek, Mondo, Bolt, El Guerruj. A veces, pocas veces, las órbitas se lían y se producen confluencias astrales, la explosión simultánea de talentos excepcionales en una misma prueba, origen de rivalidades cainitas que dividen a la afición y la estremecen, y no se goza tanto como cuando se producen, como cuando, por ejemplo, Steve Ovett y Sebastian Coe se sacaban los ojos en cada milla, cada 800m o 1.500m en el que se cruzaban, y caían los récords del mundo y crecían las enemistades, la tensión, el entusiasmo. Suceden en tan pocas ocasiones que se hacen memorables. Pero hay conjunciones más excepcionales aún, confluencias sin apenas choques, como la que protagonizan Sydney McLaughlin y Femke Bol en una prueba tan recóndita como los 400m vallas que ponen en órbita y dejan a la afición alentando la llegada del más allá; ¿quién será la primera que baje de los 50s?

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