Araújo y el martirio interior
Las redes sociales extienden la tortura y el matonismo emocional las 24 horas del día, también a deportistas de élite, convenciendo a la víctima de que el sufrimiento o su fracaso no tienen remedio
El 22 de junio de 1994, el colombiano Andrés Escobar se metió un gol en propia puerta mientras su selección disputaba la fase de grupos del Mundial de EE UU. Un error calamitoso. El primer gol de un partido que acabaría con derrota de los colombianos por dos a uno, lo que suponía el adiós al Mundial de Fútbol de 1994. “Mami, al tío Andrés lo van a matar”, pronunció su sobrino, de solo 10 años, viendo la tele aquel día. Diez días después, en el parking de un restaurante a las afueras de Medellín, un sicario...
El 22 de junio de 1994, el colombiano Andrés Escobar se metió un gol en propia puerta mientras su selección disputaba la fase de grupos del Mundial de EE UU. Un error calamitoso. El primer gol de un partido que acabaría con derrota de los colombianos por dos a uno, lo que suponía el adiós al Mundial de Fútbol de 1994. “Mami, al tío Andrés lo van a matar”, pronunció su sobrino, de solo 10 años, viendo la tele aquel día. Diez días después, en el parking de un restaurante a las afueras de Medellín, un sicario le disparó seis veces en la cabeza. Eran tiempos violentos. Hoy nadie mata a nadie por algo así. O al menos no de esa manera.
Ronald Araújo no está preparado para jugar, anunció su entrenador el lunes. Lo estaba, en todo caso, pero había dejado de estarlo. No está preparado significa que no tiene la cabeza donde debería. O sea, está descentrado, fuera de su lugar. Y no le ha ocurrido de forma natural. Esas no son cosas que pasan. Te las hacen pasar. Uno debe estar expuesto a la crítica, especialmente si cobra tanto dinero y su trabajo tiene que ver con lo que puede despertar en el cerebro de sus clientes, muy exigentes en cuestión de réditos emocionales. Pero el sufrimiento escapa ahora al espacio laboral. Le ocurre a Araújo, con errores graves tres años consecutivos en partidos cruciales: PSG, Inter y Chelsea. Pero también a nosotros, o a los hijos, porque el espectro de ese sádico y anónimo castigo al fracaso se amplía las 24 horas del día.
Antes la tortura se interrumpía para respirar, coger distancia. Aunque fuera por agotamiento del otro. Golpear también cansa. De igual modo que sonaba la campana a las cinco de la tarde y los niños podían dejar en el colegio el miedo, el sufrimiento y al matón de metro y medio que les atormentaba, los jugadores respiraban cuando el árbitro pitaba el final y terminaba lo de Michel maricón, negro, moro de mierda o mena, como le ocurre ahora a Lamine Yamal, que canaliza el 60% de los insultos racistas en redes. Antes leían críticas profesionales, artículos de opinión incendiarios. Ahora se levantan a media noche con un ejército de trolls echando sal en la herida, insultando, humillando, describiendo su coeficiente intelectual, su color de piel. Y el algoritmo repite la imagen de la segunda tarjeta amarilla, de la cagada en la falta en un bucle infinito, como esas luces estroboscópicas de las discotecas capaces de provocar un brote epiléptico.
Araújo lo ha dicho en voz alta que necesita parar. O sus representantes. Porque la salud mental es una procesión silenciosa. Nadie se entera. Como con Sandra, la niña sevillana que se quitó la vida el 14 de octubre tras salir de clase porque su martirio no tenía fin. Y el colegio, a por uvas, porque la tortura, seguramente no ocurría solo dentro de los muros, sino en su teléfono. No es solo Instagram, Tik Tok, Snapchat. También Whatsapp, o incluso Signal y Telegram, si uno es un torturador, pero más discreto. Solo faltaba Chat GPT, con quien podemos consolarnos si algo va mal. Pero si no funciona, también pedirle consejo para suicidarnos, como Adam Raine, un adolescente que se ahorcó convenientemente asesorado por la la inteligencia artificial.
Francia ha comenzado una cruzada para prohibir las redes sociales a los menores de 15 años. También para etiquetar a medios confiables y distinguirlos de propagadores de bulos y odio (y esos medios ya ha protestado). Porque el calvario, a veces, se extiende más allá de la adolescencia. A quienes lo ejercen les sale gratis y consideran, en cambio, que va en el sueldo de quienes denigran de forma anónima. Álvaro Morata estuvo a punto de caer. “No pasé una depresión, pero estuve cerca“, admitió hace ya algunos años. A Ana Peleteiro la cosieron a insultos racistas por un comentario en X. También a la joven gimnasta rusa Yana Kudriávtseva. Que paren el tiempo que necesiten.