Bajar a Segunda con la Dana

Pienso, en este momento de depresión colectiva, cómo sería que el Valencia bajara. Qué impacto anímico tendría en la sociedad. Qué respuesta cívica podría desencadenar un descenso tan simbólico en este contexto inflamable

Vista general del estadio de Mestalla durante un minuto de silencio en homenaje a las víctimas de la dana el 23 de noviembre de 2024.Quality Sport Images (Getty Images)

No soy hincha del Valencia CF. Apenas sigo el fútbol moderno; me gusta más el antiguo. Sus camisetas, sus historias, su cultura, sus cromos: puro fetichismo emocional. Suena raro, lo sé, pero me entretiene más y me hace soñar, que es una buena forma de vivir; vivir el doble. Sin embargo, algo me tiene en vilo en esta liga: el posible descenso del Valencia CF a Segunda División. Esta columna no va de fútbol.

Ya he convertido en costumbre observar la clasificación al final de cada jornada y ver cómo el enfermo sigue en la UCI. Últimamente anda el último o el penúltimo de la tabla. Sorpren...

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No soy hincha del Valencia CF. Apenas sigo el fútbol moderno; me gusta más el antiguo. Sus camisetas, sus historias, su cultura, sus cromos: puro fetichismo emocional. Suena raro, lo sé, pero me entretiene más y me hace soñar, que es una buena forma de vivir; vivir el doble. Sin embargo, algo me tiene en vilo en esta liga: el posible descenso del Valencia CF a Segunda División. Esta columna no va de fútbol.

Ya he convertido en costumbre observar la clasificación al final de cada jornada y ver cómo el enfermo sigue en la UCI. Últimamente anda el último o el penúltimo de la tabla. Sorprende que ciudades mucho más pequeñas como Vila-real, Leganés, Las Palmas, Pamplona, Vigo, Palma o Girona disfruten de un equipo más sólido que el de la tercera ciudad de España.

Pienso, en este momento de depresión colectiva posterior a la Dana —y me permitirán semejante banalidad—, cómo sería que el Valencia CF bajara a Segunda División. Qué impacto anímico tendría en la sociedad. Qué derivada política engendraría. Qué respuesta cívica podría desencadenar un descenso tan simbólico en este contexto inflamable, donde los políticos o no pisan el suelo embarrado o lo pisan a escondidas.

Busco el único precedente de un descenso, el de 1986, y encuentro la portada del Marca. En ella figura el escudo valencianista y un titular gigante: “Adiós a 55 años”. Así resumía el hundimiento de un club a la deriva, en bancarrota financiera y pésimo sobre el césped. Echo cuentas. Desde 1931, el Valencia CF solo ha bajado a los avernos de Segunda en aquella ocasión de hace 39 años. Sigo echando cuentas. Ha pasado una república convulsa, una guerra inacabable, una eterna dictadura, dos reyes constitucionales y quince legislaturas democráticas con siete presidentes. Y en todo ese tiempo, el Valencia CF siempre se ha mantenido en Primera excepto una vez. Solo un año en casi un siglo. Ahora puede volver a suceder.

Abro el nuevo libro de Vicent Molins, una de nuestras mejores cabezas para repensar la ciudad y conectarla con las fuerzas telúricas que la modelan. Su último ensayo se titula Ciudad clickbait (Barlin Libros) y, en teoría, aborda el impacto de la turistificación masiva y la transformación de los centros históricos de las ciudades en escenarios para visitantes que expulsan a sus vecinos y revientan la identidad urbana. Digo en teoría porque el libro habla de mucho más. Analiza cómo las ciudades comenzaron a priorizar la apariencia sobre la realidad hasta quedar subyugadas por la tiranía del like y su ágora emocional. Medita sobre cómo el adelgazamiento de los periódicos locales y su pérdida de influencia dejan a las ciudades sin masa crítica: una afonía cívica que entroniza la marca y relega a la ciudad real. Denuncia cómo, en las ciudades teóricamente democráticas, ha imperado estar de moda antes que atender las necesidades ciudadanas básicas, como la vivienda, hasta el punto grotesco de considerar que a una ciudad le va bien mientras a la mayoría de sus ciudadanos no les va bien. Por eso, sugiere Molins, las ciudades españolas deben rehacer sus mitos y contarse historias, alrededor de la hoguera, que incluyan a sus comunidades. Cierro el libro.

Vuelvo al fútbol. O no, en realidad. Veo un estadio empantanado en el ruin porn de su historia interminable —más de quince años de maquetas y mentiras— hija de la burbuja inmobiliaria de los años 2000. Veo a un magnate singapurés con rostro y modos de psicópata que ha secuestrado al viejo club del bar Torino. Veo a una afición que siente que le han robado a su equipo, que es como perder un trozo de tu infancia. Pienso en la apariencia y la realidad. En la afonía cívica. En estar de moda y a la vez morir de asco. La ciudad, su club.

Vuelvo al pasado: mi territorio emocional

Leo que en 1986, cuando el Valencia CF bajó a Segunda, la masa social se duplicó: pasó de 16.000 a 30.000 abonados. Imperó el sentiment. La lealtad. Después entro en la web de Todocolección. Veo una curiosa foto de un bautizo múltiple de adultos hecho sobre el césped de Mestalla en los años 80. Miro más fotos antiguas a la venta por pocos euros. Veo la imagen en blanco y negro de esos tres amigos y sus mujeres, sonrientes en un vagón de tren de los años 40, que viajan para ver un partido de su equipo con el banderín en la mano y el traqueteo de fondo. Veo a cinco aficionados valencianistas posando ante la fuente de la Cibeles antes o después de ganar en Chamartín la final de la Copa del Generalísimo del 54: qué felices parecen en aquella España gris. Veo luego una foto del mítico Puchades, de los primeros años 50, con su autógrafo y la dedicatoria a un tal matrimonio Oliver, parece que muy valencianistas. Todos, supongo, ya están muertos. La vida de los otros: eso es un equipo, también una ciudad. Su memoria compartida. El relato que se contaron alrededor de la hoguera. Sus mitos. El ayer.

El Valencia CF está jodido, pero sigue en pie. Queda toda la segunda vuelta. Amunt.

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