La pena máxima
Los penaltis se juegan a una distancia casi infantil, once metros, que convierte este capítulo del fútbol en algo más aconsejable para futbolistas optimistas que para grandes peloteros
El fútbol es una injusticia sin remedio. Se habla mucho de meritocracia, de presionar, de correr siempre un poco más que el rival para acercarse a la victoria. Y nada de eso puede servir. Ni si quiera el talento es una verdad absoluta. Desde el punto de penalti se le apagan las luces hasta a las estrellas más brillantes del firmamento futbolístico, y uno de esos astros que vale millones y millones de euros, y que goza de la zurda más codiciada del mercado termina pasando por un pobre torpón que parece que nunca dio una patada a un bote. ...
El fútbol es una injusticia sin remedio. Se habla mucho de meritocracia, de presionar, de correr siempre un poco más que el rival para acercarse a la victoria. Y nada de eso puede servir. Ni si quiera el talento es una verdad absoluta. Desde el punto de penalti se le apagan las luces hasta a las estrellas más brillantes del firmamento futbolístico, y uno de esos astros que vale millones y millones de euros, y que goza de la zurda más codiciada del mercado termina pasando por un pobre torpón que parece que nunca dio una patada a un bote. Desde los once metros hay que jugársela a derecha o izquierda, arriba o abajo. Los más creativos como Panenka, el Loco Abreu, Sergio Ramos o Hakimi optan por el centro de la diana, aunque esos serían un capítulo aparte. La gran mayoría se decanta por un lado, y que pase lo que tenga que pasar. Me sorprende lo “bien” que están tirados los penaltis cuando se meten y lo “mal” tirados que están cuando se fallan. El mismo golpeo, con el mismo efecto, a la misma velocidad, a la misma altura y por el mismo lado, puede pasar, para el público y la prensa, de auténtica genialidad a calamidad en función de donde caiga el portero.
La pena máxima se juega a una distancia casi infantil, que convierte este capítulo del fútbol en algo más aconsejable para futbolistas optimistas que para grandes peloteros. Lo que pasa es que los genios siempre tienen que pasar por ahí porque se les presupone un valor casi seguro por su condición, precisamente, de genios. En cambio el fútbol se empeña en recordar que esta es una suposición absurda. Los ejemplos son innumerables. Es curioso ver cómo Salah esta temporada parece casi un faraón que todo lo que toca lo convierte en oro, mientras que Mbappé está en medio de una travesía por el desierto. Ambos fallaron un penalti en el mismo partido, aunque del que tiró el egipcio —bastante peor ejecutado que el del francés— no se ha vuelto a acordar nadie. También es divertido comprobar cómo la sarta de analistas deportivos que pueblan las tertulias señalaban la cobardía de Kylian por no querer tirar el penalti contra el Getafe y, en cambio, criticar su osadía por hacerlo tres días después contra el Bilbao. El fútbol, dentro de su injusticia sin remedio, es un deporte lleno de certezas postpartido, que es cuando nunca se falla.
El penalti, mientras tanto, es como uno de esos días en los que igual llueve o igual no. Igual lo metes o igual no. Tanto es así, que si uno se pone a imaginar un posible cruce en la siguiente ronda de Copa del Rey entre Logroñés y Real Madrid, si de pronto hubiera penalti a favor del Real y Mbappé se armara de valor, el lateral derecho del conjunto riojano —Pol Arnau— solo tendría que volver a tirarse por su lado bueno —por el que Mbappé ha fallado sus dos penaltis— y quién sabe, igual lo para o igual no. Pol, el hijo del ex portero del Barcelona, Francesc Arnau, logró detener un penalti esta semana al delantero del Girona, Abel Ruiz, y dio la clasificación a su equipo. “Miré al cielo y mi padre me dio energía”, resumió en La Vanguardia.
Efectivamente, un penalti es más cuestión de energía que de otra cosa. Son pocas las penas máximas imparables o los paradones. Aquellos que se empeñan en hacer del penalti un golazo acaban saliendo con frecuencia por la puerta trasera del estadio. Hay una imagen desde detrás de la portería del penalti de Roberto Baggio contra Brasil en la final del Mundial de 1994 que ayuda a entender la dimensión de las cosas. Los futbolistas parecen extraterrestres desde la televisión aunque si te acercas tienen forma humana. Entre el arco y el italiano había apenas once pasos. Hasta un alevín o un anciano pueden chutar con la potencia suficiente para dar ese pase a la red y que acabe en gol. Viendo la fotografía detenida, el balón por las nubes, estaba clarísimo por dónde había que chutar. Pero ya se sabe, hay días que igual llueve o igual no.