Suspiritos en el Bernabéu
Se viene periodo de entreguerras en el que el Madrid necesita terapia más que juego, velocidad de mente más que de balón
Que el fútbol es un estado de ánimo, como dijo Jorge Valdano, lo demuestra una clase de aficionado del Madrid capaz de creer a ciegas en la remontada de un 0-2 en el minuto 90 mientras da por tirada la Liga en agosto por cuatro puntos abajo. Es cuestión de perspectiva y de oportunidad: ese aficionado se ha educado en el vértigo de unos pocos minutos y no está acostumbrado a la larga distancia, y de ahí proceden también numerosos problemas en la vida: creemos en la g...
Que el fútbol es un estado de ánimo, como dijo Jorge Valdano, lo demuestra una clase de aficionado del Madrid capaz de creer a ciegas en la remontada de un 0-2 en el minuto 90 mientras da por tirada la Liga en agosto por cuatro puntos abajo. Es cuestión de perspectiva y de oportunidad: ese aficionado se ha educado en el vértigo de unos pocos minutos y no está acostumbrado a la larga distancia, y de ahí proceden también numerosos problemas en la vida: creemos en la gloria cuando la vemos en otras manos, no cuando la vemos partir con un desierto por medio. Es la simpática línea que confunde la exigencia con el catastrofismo; la exigencia espabila al equipo y lo mantiene en guardia, mientras que el catastrofismo tira, o amenaza con tirar, por la borda el trabajo nada más empezarlo.
Así se presentaba el domingo en el Bernabéu, un Madrid-Betis organizado con una premisa inédita: el partido anterior del Barcelona, que ganó 7-0 y suma cuatro victorias de cuatro. Llevaba tiempo el Madrid sin mirar a los lados y le ha tocado en el peor momento, con sus estrellas aprendiendo a mezclar y su afición sobreinterpretando en los entrenamientos miradas y saludos en la búsqueda de temas de conversación.
No defraudó para mal el Madrid: jugó un primer tiempo con el telón del show en el suelo, incapaz de moverse en la alfombra roja creyéndola césped: demasiados focos como para que no deslumbren. Y demasiada urgencia para demostrar lo bueno que es cada uno. Todo eso se traduce en ansiedad, el mayor pecado mortal de un equipo de élite condenado a jugar a la altura de sus expectativas, no digamos ya a ganar. A la dinamita del ataque le falta la mecha del centro del campo, el soplete que incendie con inteligencia la ofensiva. No ayudan los delanteros, muchos y esquivos, a menudo lobos solitarios. Y el Madrid tiende a asfixiarse dando pases en los tres cuartos sin luces ni huecos, armando sin querer una soga que le quita respiración al balón hasta dejarlo como un arma inútil cuyo único valor es que se lo roben para lanzar un contragolpe.
Situación agónica agravada por la mala estrella de sus delanteros, que han empezado la Liga cegados contra el mismo muro en Rusia que Luis García Berlanga, en la División Azul amenazado, protegía durante la Segunda Guerra Mundial diciendo que temía más a Dracula que al Ejército Rojo. Alguien en el Madrid dijo, el verano en que no vino Mbappé, que lo echarían de menos como se echa de menos una bomba de racimo. Y en lo peor apareció Valverde para dejar un toque en el área que dejase solo al francés, resolviendo como un funcionario del gol: sin lo aparatoso del tacón de la jornada anterior, sin el brillo de Youtube; el gol como es, una ejecución aparentemente sencilla que termina con el balón dentro. Como escribir y como actuar: lo más difícil es hacerlo fácil.
Y el Madrid se puso por delante para coger el aire imprescindible. Se viene periodo de entreguerras en el que el Madrid necesita terapia más que juego, velocidad de mente más que de balón y sacudirse los complejos del favorito para asumir el rol con la naturalidad con la que sale a jugar en Europa. Hay un cómplice que puede convertirse en enemigo si no se usa bien, y es el tiempo. Lo divertido va a ser quién lo maneja mejor.
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