Muere José María Caneda, indomable expresidente del Compostela
El carismático dirigente estuvo al frente del club cerca de veinte años y lo condujo a la mejor etapa de su historia, ascendiendo desde Tercera hasta Primera
Irredento e indomable hasta el final, José María Caneda aseguraba que el cáncer que padecía no le iba a encerrar en casa. Vivió con pasión y murió a los 77 años en una madrugada de San Juan mientras media Galicia ardía entre leyendas, conjuros y fuego purificador. Se fue el gran constructor del Compostela que abandonó la irrelevancia para escalar hasta el subcampeonato de invierno de la máxima categoría. Caneda presidió el club con modos y estilos inimitables durante casi 24 años y en cuatro de esas campañas (1994-1998) se dejó ver en la elite, donde dejó un sello inolvidable. Después todo se cayó, el club acabó en liquidación por las deudas que había contraído y lo tuvo que refundar en las catacumbas futbolísticas.
“En cinco años volveremos a Primera”, clamaba en 2009, todavía optimista y desatado. Pero dos años después vendió el Compostela que había refundado y se fue a su casa. “Pueden pensar que soy un bocazas o un loco, pero lo único que soy es un tipo orgulloso”, se presentaba. Con su verborrea, y un estilo directo poco afecto a diplomacias y protocolos, litigó con el fisco, con entrenadores y jugadores, con sus agentes, con las televisiones, con la Liga y, sobre todo, con los políticos. A Manuel Fraga le dijo que no era quién para exigirle nada. “Usted no es mi confesor”, le frenó.
“Yo sé más de preparación física que usted”, llegó a espetarle a Vicente del Bosque cuando negociaba el fichaje del nigeriano Ohen. Caneda se había formado en la materia y no sólo hizo pinitos como futbolista a nivel modesto sino que incluso se llegó a calzar guantes de boxeo. Era, literalmente, un corredor de fondo. En 1963 fue subcampeón de España de cross y ya entonces jugaba partidos de fútbol con el equipo de su barrio, Amio, del que acabó siendo presidente. Allí dio muestras de su audacia en la gestión y abrió las puertas de la SD Compostela, que ni siquiera era un histórico (se fundó en 1962) y tenía una tibia repercusión en una ciudad de aluvión y universitaria que los fines de semana se vaciaba y que, en todo caso, viraba más hacia el baloncesto que al fútbol.
Desde 1988 Caneda le dio músculo al Compostela. El equipo alternaba entre Segunda B y Tercera División hasta que el presidente hizo equipo con Fernando Castro Santos, el entrenador con el que entre 1990 y 1994 transitó desde Tercera a Primera. “Pocos dirigentes vi tan avispados e intuitivos”, reflexiona Santos, que se las tuvo tiesas más de una vez con él. Eran tiempos en los que se firmaban contratos en los bares sobre servilletas de papel y se apalabraban primas a viva voz ante las cámaras de televisión. Caneda irrumpió como un ciclón en el fútbol español, indómito como para retarse a puñetazos con Jesús Gil (y sus guardaespaldas) ante la sede de la Liga. “Con los años el que mejor me trató de todos los presidentes fue Gil”, reconoció años después Caneda, que siempre explicaba que lo que ocurrió aquel día puertas adentro aún fue peor que la gresca que se pudo ver fuera. “Gil era un bruto, pero no era mala persona. Éramos muy parecidos”, resolvía Caneda, que forjó en el fútbol amistades inopinadas, como la de María de las Mercedes de Borbón, la madre del rey Juan Carlos, y apasionada seguidora del Betis con la que entabló amistad en el palco del Villamarín. “En el descanso del partido la bajaron en la silla de ruedas hacia el antepalco y al comenzar la segunda parte todo el mundo se fue corriendo a ver el fútbol y no había manos suficientes para subir la silla. Así que me remangué y tiramos para arriba”, recordaba Caneda sobre un episodio que llegó a oídos de la Reina Sofía, que tiempo después se lo agradeció.
Se va Caneda y con él muere también un poco más aquel tiempo irrepetible, el que sirvió para acuñar los canedismos, frases y expresiones en las que los años han ayudado a confundir lo original con lo apócrifo. Caneda reclamaba el dinero cantante y sonante cuando le querían fichar un jugador. En esas situaciones no le gustaba que le adorasen la píldora y si se era necesario reclamaba que se pagase la cápsula de rescisión. Pidió a su gente que le creyesen a pies juntitos, pero también que nadie se rasgase las vestiduras ante los problemas. Tuvo un rififí con Fernando Vázquez, llegó a reprochar a sus futbolistas que saliesen al campo amerdentados y no se reprimía en buscar un chino expiatorio si era preciso. Trató, en fin, de resurgir de sus cenizas como el gato Félix. Nada era pataca minuta con Caneda, que era consciente de su idiosingracia y se manejaba socarrón en el personaje que había generado. “¿Por qué no voy a poder decir que estoy entre la espalda y la pared si es cierto que hay espacio entre la espalda y la pared?”, se preguntaba. Y hacía ese ejercicio para mostrar que en ese espacio aún tenía un resquicio para manejarse como el lince que siempre fue.
“Muchas de esas expresiones las digo a propósito”, confesaba en voz baja. Pero no le interesaba que lo supiese mucha gente: Caneda era el ejemplo más evidente de que el gallego más listo e inteligente es el que no lo parece.
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