Fútbol calle, fútbol libre
El balompié es una herramienta educativa extraordinaria, pero tiene mal predicamento. Necesitamos generar espacios para el juego no reglado de los niños en nuestras ciudades
Tengo la suerte de vivir en un pequeño pueblo, rodeado de montañas y paseos, con una plaza en torno a un campo de futbito en el que los pequeños queman las horas. Allí, mientras los adultos comentamos en la banda lo difícil que está la vida, nuestros hijos juegan a fútbol ajenos a nuestros dolores de cabeza. A mí me gusta observarlos, a esos cinco, siete, diez pequeños corriendo tras la pelota, y recordar cuando yo tenía su edad y nos encontrábamos los amigos después de las clases ...
Tengo la suerte de vivir en un pequeño pueblo, rodeado de montañas y paseos, con una plaza en torno a un campo de futbito en el que los pequeños queman las horas. Allí, mientras los adultos comentamos en la banda lo difícil que está la vida, nuestros hijos juegan a fútbol ajenos a nuestros dolores de cabeza. A mí me gusta observarlos, a esos cinco, siete, diez pequeños corriendo tras la pelota, y recordar cuando yo tenía su edad y nos encontrábamos los amigos después de las clases en la cancha de nuestra escuela en San Miguel de Basauri, balón bajo el brazo, dispuestos a darlo todo. Está muy manida la frase de Albert Camus de lo mucho que aprendió de la vida en sus tiempos de portero, pero no por ello deja de señalar una gran verdad. Yo también aprendí sobre el ser de los hombres —de los niños— en aquellos tiempos de partidos infantiles que terminaban con un “el que mete gana”. Cualquiera que haya jugado en la calle suscribiría lo mismo.
Tiene muy mal predicamento el fútbol entre los pedagogos. Sin embargo, en manos de los niños —o más bien en sus pies— es una extraordinaria herramienta educativa. Sobre todo cuando se añade un ingrediente que en los últimos tiempos se ha perdido: que el juego sea libre, no velado por los adultos, no reglado de antemano.
Una de las ventajas del fútbol frente a la mayoría de los demás deportes de grupo es que, como un animal que evoluciona, se adapta a cualquier entorno. Apenas hace falta un balón y dos jugadores —y ni siquiera eso, en realidad— para montar un partido. Así, dependiendo de las posibilidades se establecen unas normas diferentes, que los niños pactan antes de comenzar a jugar. Si hay solo una portería (o pocos jugadores) habrá que salir del área para poder atacarla, por ejemplo. O, si hay niños muy pequeños sobre el campo, se prohibirá chutar demasiado fuerte. En este último caso la riqueza léxica del castellano es asombrosa y, dependiendo de la provincia, se utiliza un término diferente: barrenón, trallón, furón, punterillo, buco, barrá.
Pero es más, los jugadores no solo determinan las reglas y condiciones del juego, sino que velan también por su aplicación durante el desarrollo del partido. Cuando no hay porterías y las mismas son señaladas con jerséis sobre el suelo, postes y larguero son proyectados por los niños. Ver a los pequeños discutir si un balón ha entrado o no en la portería imaginada es atender a parte de su proceso de aprendizaje de convivencia en sociedad, a gestionar los conflictos y acatar la decisión final del grupo.
En los partidos en la cancha de mi pueblo observé que cuando se repartían los equipos, que eran elegidos por dos capitanes, como ha sucedido desde el origen de los tiempos, a veces los niños protestaban usando dos términos diferentes: “pule” y “vapule”. Una tarde regresando a casa le pregunté a mi hijo pequeño por ello. Con sus palabras de niño de ocho años, me explicó que dicen “pule” a modo de protesta cuando los equipos están descompensados y uno de los dos es mejor que el otro, pero que eso no tiene consecuencias prácticas. Sin embargo, si entienden que uno de los equipos es tan manifiestamente superior al otro que no hay posibilidad de competir, entonces gritan “vapule” y eso implica que la elección de jugadores ha de comenzar de nuevo. Escuchándole, me dije que esos niños podrían dar una gran lección de igualdad y justicia en estos tiempos de liberalismo extremo.
Las ciudades de hoy, en las que se está recuperando el espacio público para las personas y quitándoselo a los coches, harían bien en generar espacios para el juego no reglado de los niños. Los mullidos parques infantiles de hoy están muy bien, pero ahí no se puede jugar al balón. Necesitamos espacios diáfanos, canchas, frontones abiertos, solares como en el que se encontraban los amigos del Pequeño Nicolás: Alcestes, Godofredo, Clotario, Majencio, Joaquín, arquetipos de los niños de cualquier tiempo, el grupo de amigos junto al que intentas entender el mundo, ubicarte en él, aprender a vivir en sociedad, tantas veces con un balón mediante.
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