Del luto al alivio y todo al rojo

En una semana donde oímos a tantos personajes públicos decir estupideces sin ponerse colorados, el héroe de la Roja tenía que ser un español llamado Lamine Yamal

Jugadores de la selección española esperan a Lamine Yamal para celebrar con él su gol en la semifinal ante Francia el pasado martes.Alex Livesey (Getty Images)

Hace hoy 22 días, a las tres de la mañana, estaba delante del Carlos Tartiere. Habíamos perdido la final del playoff contra el Espanyol y regado la pena con sidrina así que, tras hacer bulto en la plaza de la catedral de Oviedo, donde una orquesta despistada daba un concierto íntimo sin entender que la ciudad estaba de luto, decidimos ir a recibir al equipo al estadio. Éramos tres —uno con camiseta de Onopko, para que sitúe...

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Hace hoy 22 días, a las tres de la mañana, estaba delante del Carlos Tartiere. Habíamos perdido la final del playoff contra el Espanyol y regado la pena con sidrina así que, tras hacer bulto en la plaza de la catedral de Oviedo, donde una orquesta despistada daba un concierto íntimo sin entender que la ciudad estaba de luto, decidimos ir a recibir al equipo al estadio. Éramos tres —uno con camiseta de Onopko, para que sitúen la quinta—, y el plan maestro consistía en darle unos mimos al equipo y sobre todo, hablar con el entrenador, Luis Carrión. Pensaba que estaríamos prácticamente solos y que habría oportunidad de un tête à tête con el míster para convencerlo de que se quedara. Bajando la rampa iba preparando mi discurso motivador para dejársela botando al Grupo Pachuca y que al día siguiente solo tuvieran que rematar el acuerdo con los detalles más prosaicos del dinero. Cuando llegamos, aquello estaba abarrotado de chavales que podían ser nuestros hijos. Bajó el autobús por fin con los jugadores, procedente del aeropuerto, y unas 400 personas les cantamos Volveremos. Ahí ya se me cayeron las lágrimas que no salieron cuando el árbitro pitó el final, ni siquiera cuando llamé a mi padre para informarle de que seguíamos en Segunda —él se pone muy nervioso y no ve los partidos hasta que yo se los cuento—. El caso es que, con el jaleo, no hubo ocasión de charlar con el entrenador, que, al terminar el partido había prometido: “Trataremos de pasar el duelo juntos y de levantarnos juntos, que es lo que toca”.

A las seis y media de la mañana de ese lunes, en la estación de tren de Oviedo, era fácil distinguir a los ovetenses que iban a trabajar a Madrid, ajenos al drama, y los oviedistas que regresábamos de la derrota, que nos reconocíamos entre nosotros y nos comunicábamos sin hablar, encogiendo los hombros, saludándonos con la barbilla. Y aún nos quedaba lo más duro: ver a nuestro entrenador con otra.

El culebrón pasó algo desapercibido con la ilusión de la Roja, todos mirando a la Eurocopa de las despedidas. Seguramente, ni se habrán dado cuenta de que en esos días, #LuisCarrion fue trending topic —un Principado y una isla tuiteaban mucho y muy deprisa—. En este deporte dramático no hace falta siquiera que ruede el balón para sufrir, pueden partirte el corazón en un despacho. Confieso que he llevado separaciones en la vida real mucho mejor que esta.

Sin que mis amigos y yo hubiésemos podido intervenir, Carrión se reunió el Lunes de Resaca en el Reconquista (bien elegido para una última cita) con el máximo accionista del Oviedo. Salió diciendo que no había tomado ninguna decisión, pero el lenguaje era de manual de ruptura. Iba a dejarnos. Murió el “nosotros” —ya hablaba en tercera persona del plural— y las expresiones elogiosas dejaban poco espacio para la duda: “Son una gente increíble (…) es un grupo ganador (…) les tengo mucho cariño”. Nada bueno ha venido nunca después de un “te tengo mucho cariño”. Aprovecho para pedir perdón desde aquí a los que en algún momento oyeron de mi boca esa frase espantosa. Nunca máis.

Me puse el partido contra Albania, pero fue ver el verde y revivir el momento en el que me habían dejado plantada en el altar, que es lo más parecido a quedarse a 90 minutos de subir a Primera después de 23 años de espera. ¿Y si me habían estropeado el fútbol para siempre? Probé, pasados unos minutos, con el Croacia-Italia, a ver si, ausentes los vínculos emocionales, era más llevadero, pero seguía el drama: Modric falló un penalti y los italianos marcaron en el último minuto. ¿Qué estaba pasando en el mundo? Como Dios aprieta, pero no ahoga, Cazorla anunció que jugaría un año más con el Oviedo, y me atreví a ponerme el España-Alemania de fondo, mirando de refilón. La terapia funcionó. El martes me armé de valor y vi entera la semifinal contra Francia. Mano de santo. ¿Cómo no reconciliarse con la cosa más importante de las menos importantes viendo a ese chaval con brackets marcar un gol de museo? Fue tan bonito que debería guardarse en una vitrina, para que pudiéramos ir a mirarlo en días de bajón. Y no podía haberlo marcado “otro”, como dejó caer, rabiosillo, Manuel Gavilla, portavoz de Vox en Andalucía. Tenía que meterlo el hijo de Mounir y de Sheila; el vecino que ha llenado los balcones de un barrio de Mataró (Barcelona) de banderas de España; el bebé que el penúltimo genio, Lionel Messi, ungía en una bañera para un calendario solidario de Unicef hace 17 años. En una semana donde oímos a tantos personajes públicos decir estupideces sin ponerse colorados —“El criminal es la policía”; “Es simplemente estalinismo”; “Vox no va a ser cómplice de las violaciones, robos y machetazos”— el héroe de la Roja, el que aportaría luz y nos devolvería el orgullo, tenía que ser un español llamado Lamine Yamal.

Messi baña a Lamine Yamal junto a la madre de este, Sheila Ebana, durante una sesión fotográfica de Joan Monfort para un calendario benéfico en 2007. Joan Monfort (AP)

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