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Cuando ya no queda nada por ganar

Wolfgang Lötzsch, el mejor ciclista de la antigua República Democrática Alemana (RDA), solo quería pedalear

Hay que aceptar nuestro amor por un deporte convertido en una mierda. La reflexión es de Toni Padilla y no me la quito de la cabeza. El pasional Padilla acaba de confesarse en un libro pequeño pero nada menor titulado Maldito fútbol. Ahí rebusca en sus contradicciones como apasionado de este circo envilecido. Por sus páginas asoma la prostitución como colofón a las negociaciones de unos reservados asquerosos. Aparece la corrupción que manipula partidos desde que allá por 1879, cuando estaba prohibido cobrar por ser futbolista, el Darwen derrotó al Old Etonian en la Copa inglesa camuflan...

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Hay que aceptar nuestro amor por un deporte convertido en una mierda. La reflexión es de Toni Padilla y no me la quito de la cabeza. El pasional Padilla acaba de confesarse en un libro pequeño pero nada menor titulado Maldito fútbol. Ahí rebusca en sus contradicciones como apasionado de este circo envilecido. Por sus páginas asoma la prostitución como colofón a las negociaciones de unos reservados asquerosos. Aparece la corrupción que manipula partidos desde que allá por 1879, cuando estaba prohibido cobrar por ser futbolista, el Darwen derrotó al Old Etonian en la Copa inglesa camuflando a Fergus y a Jimmy, dos jugadores escoceses, como obreros de una fábrica local cuando en realidad solo iban a fichar, no trabajaban y reservaban todas sus energías a entrenar y jugar. También late el machismo endémico desde que la legendaria Lily Parr y otras futbolistas británicas llenaban estadios mientras los hombres luchaban en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y cómo, al acabar la guerra, ellas fueron expulsadas del campo y su memoria también. Salen los Videlas, los Berlusconis, los emires de cada época: aquellos poderosos que han manoseado el fútbol dejando sus sucias huellas de sangre, petróleo y billetes. La pelota no se mancha, dijo Maradona. Ya. Qué bonitas son las frases.

Al paso de esa frase me asalta otra de un viejo Informe Robinson sobre la historia de Wolfgang Lötzsch, tal vez el mejor ciclista de la antigua RDA. Aquel chico (moreno, fornido, dos bielas en las piernas, una mente de hierro) era un prodigio. Su futuro parecía escrito: una vida sencilla y cómoda con los privilegios que el régimen de La vida de los otros otorgaba a los deportistas de élite. Sin embargo, Lötzsch dijo no. Cuando parecía encarado a pelear por el oro olímpico en los Juegos de Múnich 72, las autoridades le sugirieron que se afiliase al Partido. Al único partido permitido, se entiende. A su padre no le gustó la idea. A él tampoco. El chico solo quería hacer deporte. Pedalear. Pero el deporte no es solo deporte. Y la RDA no era solo un país; era una trituradora de libertades. Por eso, debido a su afrenta al socialismo, Lötzsch fue purgado. Lo excluyeron de los Juegos. Lo expulsaron de su club. Quedó a la intemperie mientras los funcionarios de la Stasi y una red de chivatos alimentaban más de 2.000 páginas de informes secretos sobre su vida. A Wolfgang lo metieron en la cárcel. Y un día, harto de que no le permitieran abandonar aquella jaula-país orlada con trigo, martillo y compás, contactó con el corresponsal de un periódico occidental en Berlín Este para contar su historia. El titular del artículo decía así: “Cuando ya no queda nada por ganar”.

Es interesante la idea. ¿Qué queda cuando ya no es posible ganar, porque no cabe victoria alguna? Tal vez la emancipación. Salirse del marco.

Eso es lo que me fascina de una de las historias de La bandera en la cumbre. Una historia política del montañismo, un ensayo inteligente y adictivo del historiador Pablo Batalla Cueto que muestra de qué formas distintas han asaltado las montañas los comunistas, los nacionalistas, las feministas, los fascistas, los anticapitalistas y muchas otras corrientes de pensamiento. Cuando habla del montañismo anarquista de principios del siglo XX (tiempos de esperanto, Acracia e Ideal), aparecen dos casos embaucadores.

Uno es de un tal Silvestre del Campo, del Ateneo Naturista Ecléctico de Barcelona. Silvestre contaba el placer de echarse al monte y quedar allí desnudo entre el viento y el sol. Era, con perdón de Kilian Jornet, su forma de vivir la montaña. Decía: “Solo con verme despojado de mi modesta indumentaria de explotado parece que han desaparecido las leyes fabricadas para amargarme la existencia”. Contaba: “Ese desnudo representa al hombre anárquico rebelde a todas las normas, desligado de los prejuicios de atavío de la sociedad del dinero”.

La otra forma es la de los disidentes rusos del zarismo, que se divertían escalando a lo alto de los montes Sayanes, allá donde las garras policiales del régimen no llegaban, para pintar en rojo Abajo el zarismo o El gobernador es un truhan. Ellos reían, el régimen disparaba a las pintadas.

Cuando ya no queda nada por ganar, un camino es soñar. El otro, luchar. Somos moscas del deporte. Igual vamos a la mierda que a la miel.

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