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Wanyonyi vuelve a reinar en un nuevo 800m de fuego

Moha Attaoui peleó mejor que en los Juegos de París pero volvió a terminar quinto en una carrera con los mismos atletas en el podio

Qué peñazo, otra vez lo mismo. En Tokio fresco y nocturno como en París luminoso y cálido. A los niños les encanta volver a oír una y mil veces el mismo cuento cuya peripecia conocen y disfrutan cuando oyen el final como si fuera la primera vez que se lo cuentan, pero los adultos buscan cambio, el triunfo de lo imprevisto les hace creer que no todo en sus vidas está decidido, que su voluntad puede guiarles por el camino que deseen, y hasta les puede tocar la lotería, y Moha Attaoui, pese a los aires de niño imberbe y el recorte nítido del pelo alrededor de sus orejas, y la frescura en la mirada de un chaval de 23 años, es un adulto en la era del inamovible y fabuloso, de fábula y de excepción, Emmanuel Wanyonyi, al que adorarían los niños en su camita, y también los niños de la calle obligados a mendigar como lo fue él, tirado en Nairobi, porque siempre que afronta una final de 800m corre igual, y siempre gana bajando de 1m 42s (1m 41,86s), un tiempo normal para él, que siempre tiene un cambio oculto en su amplísima caja de herramientas, y deja acercarse a los incautos prometiéndoles caramelitos y les da un guantazo.

“Así me hizo en una Diamond”, recuerda Attaoui, de Torrelavega, que aún tiene humor para asumir esas cosas como escalones en el crecimiento y maduración. “Me puse a su altura antes de la curva pensando que le podría pasar, pero no sé de dónde sacó otro cambio y me dejó plantado. Es el único que puede correr en 1m 41s él solo”. Tras de él en Tokio, cada uno sabe el puesto que le corresponde y repite actuación, para que el niño no se enfade. “Joder, otra vez estos, qué pesados”, dice el atleta español. Otra vez París, qué déjà vu cuando levanta la vista al marcador, quinto de nuevo (1m 42,29s), como en los Juegos; y su malestar se multiplica cuando comprueba que los mismos dos, habituales y especialista en el asunto, el argelino Djamel Sedjati (1m 41,90s) y el canadiense Marco Arop (1m 41,95s), comparten podio de nuevo, aunque intercambiando posiciones entre ellos.

El resultado fue el de siempre pero podría haber sido diferente y así lo llegó a creer Attaoui lanzado por el interior en la recta final, remontando, remontando, hasta chocar con la falta de energía. “No estoy contento, quería mucho más”, dice. “Pese a ser la carrera que menos me beneficiaba porque Wanyonyi pasó el 400 a 49s, una barbaridad, me he visto más cerca, más peleón. Hasta el último 100 incluso me veía ganando, lo digo totalmente serio, veía un hueco por el interior y me decía, voy a ganar, voy a ganar, y entonces pagué un frenazo que tuve que dar antes porque tuve que usar el brazo para pasar a Masalela, y eso me pasó”. No llegó a Wanyonyi y encima le superó, cuando ya no podía más, el sorprendente irlandés Cian McPhillips, de 23 años, que en dos carreras en Tokio ha rebajado dos segundos la marca con la que llevaba para dejar un nuevo récord en la isla de 1m 42,15s. Siguió la rueda de Attaoui hasta el final, pero con un último 200 de 25,99s superó al cántabro de fuego.

Si los atletas hombres, cuando coleguean con los rivales montan botellones y bromas en su rincón del estadio, tanta masculinidad feliz la de los pertiguistas de la hermandad Duplantis, las mujeres buscan más un sentimiento, una complicidad, una preocupación común, y una común forma de consuelo, como la que cementa la amistad indestructible entre María Pérez y la italiana Antonella Palmisano o la que une a las dos reinas kenianas del medio fondo esta década, Faith Kipyegon, de 31 años, y Beatrice Chebet, edad de hermana pequeña, 25 años, y revoltosa. Entre las dos poseen todos los récords mundiales desde los 1.500m hasta los 10.000m, con tiempos inalcanzables para las demás salvo, quizás, para la italiana Nadia Battocletti, que crece y se acerca cada vez más y se atreve a atacar cuando suena la campana del 5.000m. Ambas hablan de empoderamiento de la mujer keniana, de cómo enseñar a las niñas que sus sueños pueden ser posibles, que no acepten las imposiciones masculinas en sus casas. Y se emocionan y se abrazan y lloran. Cuando ganó Kipyegon el 1.500m por cuarta vez, Chebet se deshizo en la grada, y cuando Chebet ganó el 10.000m como había hecho en los Juegos de París, fueron saltos de felicidad los que dio, más que si hubiera ganado ella. Ambas se cruzaron en un 5.000 muy lento, gentileza de la pareja de norteamericanas, que solo animó Battocletti. Las dos amigas kenianas se fueron con ella, y ambas la superaron. Kipyegon (14m 55,07s) lanzó su final a 250m, con su velocidad final aguada, y Chebet (14m 54,36s), más resistente, la superó en la última recta (14s el último 100). En la meta, besos, abrazos, amor. El poder de la mujer africana que cambiará el mundo

Una felicidad y una esperanza de las que participa a distancia Marta García, la médica de Buitrago de Lozoya y Saint Moritz, que corre discreta afilando el cuchillo en el fondo de la clase. Decimotercera cuando Battocletti despierta a la campana, 10ª a 200 metros, Marta García, con final de millera (30s el último 200), termina séptima (15m 1,02s), el segundo mejor puesto de una atleta española en la prueba tras el sexto de la gran Julia Vaquero en Sevilla 99, obviando la plata empañada de dopaje de Marta Domínguez en Edmonton 2001.

Con los puestos de finalista de Marta García y Moha Attaoui, y el que el domingo alcanzará, y quizás no solo, el relevo corto, España suma definitivamente 14 finalistas, el segundo número más alto después de los 17 de Edmonton 2003 justamente. Aunque en aquel Mundial, en plena marea alta de Eufemiano Fuentes, no se consiguieron medallas de oro: María Pérez tenía tres años.

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