El fin de los cabezas viejas

El fútbol tiene una cierta capacidad para cambiar las cosas, pero el fútbol femenino es el único que, ahora mismo, tiene la virtud demostrable de cambiarlas de verdad

Un grupo de fans de la selección de Inglaterra anima a sus jugadoras.NAOMI BAKER (The FA via Getty Images)

Todavía quedan por ahí algunas cabezas viejas que no se han percatado de que estamos en verano de Mundial, de fútbol, luego verano de campanillas. Lo era la mía —cabeza vieja, digo, que igual es demasiado pronto para insultarnos— hasta que unas niñas me han recordado de un pelotazo el mes que se nos viene encima y ese nuevo tiempo en el que, afortunadamente, parece que nos vamos instalando. Nunca hay conquistas seguras, el feminismo es la última gran revolución y ...

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Todavía quedan por ahí algunas cabezas viejas que no se han percatado de que estamos en verano de Mundial, de fútbol, luego verano de campanillas. Lo era la mía —cabeza vieja, digo, que igual es demasiado pronto para insultarnos— hasta que unas niñas me han recordado de un pelotazo el mes que se nos viene encima y ese nuevo tiempo en el que, afortunadamente, parece que nos vamos instalando. Nunca hay conquistas seguras, el feminismo es la última gran revolución y un Mundial de fútbol no tiene rival ni parangón en el imaginario del hincha, especialmente en el caso de los más jóvenes, los menos contaminados, que estos días disfrutarán de su deporte favorito sin necesidad de resetear sus propios complejos.

El pelotazo, decía. En mi pueblo, como cada verano, desembarca una pequeña legión de turistas llegados, en su mayoría, del resto de España. A veces aparece, como de la nada, alguna pareja de ingleses despistados. O algún francés. Pero, por norma general, las encargadas de cambiarnos la cara durante un par de meses son esas familias españolas que lo llenan todo de color, de gritos, de helados derretidos y de fútbol, mucho fútbol, con la plaza del pueblo a rebosar de nuevos talentos de fuera y algunos futbolistas locales tratando de mantener sus privilegios de pequeño y habitual morador. “¡Cuidado!”, grita alguien a mi paso. Y lo siguiente es un balonazo en la sien que no me tumba de milagro, acompañado de las risitas de un par de mocosas vestidas de futbolistas. En otro tiempo, puede que en el mismo instante anterior a recibir ese soberbio pelotazo, es probable que esta cabeza vieja hubiese dicho que iban disfrazadas.

El fútbol tiene una cierta capacidad para cambiar las cosas, pero el fútbol femenino es el único que, ahora mismo, tiene la virtud demostrable de cambiarlas de verdad. No es la panacea, nada lo es. La FIFA ya ha advertido a las participantes que no permitirá brazaletes arcoíris ni reivindicaciones de casi ningún otro tipo, como ya ocurrió con los hombres en el pasado mundial. Pero la fotografía es muy distinta, no ya por las sedes, sino por una estampa que apenas es noticia y explicaba a la perfección Sarina Wiegman en una reciente entrevista en The Guardian. “Cuando voy a la tienda, la gente me dice que su hija lleva esta camiseta. Y que su hijo también la lleva. Hemos cambiado la sociedad”, comenta orgullosa la seleccionadora inglesa.

Aquí, en España, el cambio se hace especialmente patente cuando uno dirige la mirada hacia los parques, los campos de entrenamiento, las porterías de barrio… No tanto a los palcos, o al banquillo de la propia Selección. Pero todo llegará, por más que desde la RFEF se nieguen a aceptar la evidencia e insistan en su visión tutelada y paternalista del nuevo fútbol. Para ellos todo sigue siendo viejo, casi tanto como sus cabezas: nada que no se arregle a base de goles, juego y, de cuando en vez, un buen balonazo.

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