En la barra del bar Sadar
A Osasuna lo sujeta también esta noche la frase de David Beriáin, amigo eterno: aquí honramos nuestro pasado, que acompaña al equipo en el vestuario de La Cartuja. Ese es el ruido de siempre
Aquellas gentes del barrio de Salamanca de Madrid ya no se acordaban de Jan Urban ni del 0-4, aunque no había pasado tanto tiempo, y por eso llegábamos alegres, despreocupados y discretos, casi felices, porque tampoco nosotros sabíamos que estábamos empezando una conquista.
No molestábamos. Descoordinados y a retales, nos desplegábamos por las aceras hacia la calle de Hermosilla, cerca del cruce...
Aquellas gentes del barrio de Salamanca de Madrid ya no se acordaban de Jan Urban ni del 0-4, aunque no había pasado tanto tiempo, y por eso llegábamos alegres, despreocupados y discretos, casi felices, porque tampoco nosotros sabíamos que estábamos empezando una conquista.
No molestábamos. Descoordinados y a retales, nos desplegábamos por las aceras hacia la calle de Hermosilla, cerca del cruce con Príncipe de Vergara, y atravesábamos la puerta del local. Alguien lo había llamado bar Sadar y hubo que llenarlo sin más estrategia que entrar y permanecer. Eran los domingos de la temporada 2000-2001; afuera, lejos, se quedaba la ciudad.
La vida consistía entonces en tener poco más de 20 años, así que no fue difícil hacernos fuertes, o hacerlo sin enterarnos de cómo ni por qué. Simplemente, los osasunistas de la capital acudimos al bar Sadar y nos lo apropiamos.
Esa fue nuestra victoria íntima y secreta en aquel Madrid: invadir unos cuantos metros cuadrados como al descuido, partido a partido.
El primer día éramos tan pocos que casi nos dio vergüenza pedir que encendieran la tele, pero entonces los SMS funcionaban bien: tres o cuatro semanas después, las noticias del jolgorio ya se habían expandido. Luego Javier Aguirre nos trajo la felicidad y desde la acera sonaron, largos, los silencios y los goles de varios años, entre patxaranes y chistorras, y un día se oyeron también los de la Copa del Rey en 2005.
Visones y corbatas miraban de reojo sin entender que el lugar iba cambiando de identidad; dentro, nadie recordaba que pisaba territorio madrileño.
Ese es el cimiento del fútbol: que al otro lado, durante 90 minutos, no exista nada ni antes ni después, tampoco la Giralda.
Osasuna ha llegado a la final de Sevilla con algo de estruendo, ganando a borbotones, después de cuatro prórrogas y un asalto inesperado en San Mamés. Con más estrépito del deseable, quizá, pero con la ventaja de que el Madrid hace tanto escándalo en torno de sí mismo que probablemente no sepa a quién tiene enfrente esta noche.
El equipo de Ancelotti juega hoy contra el primer navarro que debutó en la Liga, Félix Bolico Ilundain, que ya llevaba dentro la clave del asunto: “Un chico que cuanto mejor juega peor cara pone”, lo retrataron. Y a los once de Jagoba Arrasate los sostienen otros cientos como él, Julián Vergara, Adolfo Marañón, Sabino, Zabalza, Echeverría, Iriguíbel, la melena de Martín, Bustingorri, Robinson, Urban, más todos aquellos que perdieron contra el Betis en la final de hace 18 años, incluido Puñal.
En el último partido en El Sadar, contra la Real Sociedad, hicieron piña los de ahora y los de aquel día, jugadores (como Pablo García, incómodo uruguayo) que ya supieron desquiciar a los blancos una vez. Al equipo de Arrasate lo sujeta también esta noche la frase de David Beriáin, amigo eterno: aquí honramos nuestro pasado, que acompaña al equipo en el vestuario de La Cartuja. Ese es el ruido de siempre.
Pero como el Madrid sólo juega contra el Madrid (y esto no es la Champions), con suerte ni siquiera sabe que hoy tiene que ganar a alguien.
En el bar Sadar, un día, se celebraron tres goles con más alboroto que nunca, y la jarana estalló en las aceras: Osasuna había ganado 0-3 en el Bernabéu. Por allí pasaban algunos vecinos que supieron, de pronto, que aquel trozo de Madrid ya era definitivamente de otros. Unos 25.000 osasunistas han viajado hasta Sevilla: que La Cartuja sea hoy su bar, el nuestro.
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