Sin Tadej Pogacar, caído, Remco Evenepoel gana de nuevo la Lieja-Bastoña-Lieja
El campeón del mundo se impone en la Decana tras un ataque a 30 kilómetros de meta, mientras el esloveno se retira tras romperse la muñeca
Como en la Flecha Valona, el miércoles, Demi Vollering, de 26 años, le muestra a Tadej Pogacar el camino del tríptico de las Ardenas, la victoria en las tres carreras de la semana, Amstel, Flecha y Lieja. La reina de las Ardenas, ataca en la Roca de los Halcones. Solo la resiste Elisa Longo Borghini. Veloz, explosiva, resistente, rápida, la alumna de Anna van der Breggen, que, ya retirada, la guía desde el coche, resuelve al sprint...
Como en la Flecha Valona, el miércoles, Demi Vollering, de 26 años, le muestra a Tadej Pogacar el camino del tríptico de las Ardenas, la victoria en las tres carreras de la semana, Amstel, Flecha y Lieja. La reina de las Ardenas, ataca en la Roca de los Halcones. Solo la resiste Elisa Longo Borghini. Veloz, explosiva, resistente, rápida, la alumna de Anna van der Breggen, que, ya retirada, la guía desde el coche, resuelve al sprint en la última recta el duelo. Pero Pogacar, ya ganador en Amstel y Flecha también, no puede imitarla el domingo. Ni siquiera llega a plantear el duelo esperado con Remco Evenepoel el esloveno. Antes siquiera de llegar a Bastogne para dar media vuelta hacia Lieja, Pogacar, de 24 años, desaparece de escena en medio de un ruido estrepitoso que horroriza a Remco, de 22. El mejor se cae. Se rompe el escafoides, uno de los pequeños huesos de la muñeca. Se retira. Nunca antes se había caído. Nunca desde que es dios se había roto un hueso. No hay duelo. No hay pelea. El último monumento de la primavera de todos los prodigios deja el sabor de la pequeña frustración y de la admiración. La Lieja-Bastoña-Lieja es ya solo cosa de dos, del pelotón, que persigue sin esperanza, y de Remco Evenepoel, de blanco vestido y en el pecho un anillo de cinco colores, el arcoíris de campeón del mundo, azul, rojo, negro, amarillo, verde, los cinco colores de los anillos olímpicos, y el dorsal número uno, y cuando acelera en La Redoute ante él se abren los caminos como se abrió el mar Rojo, y él pasa. Los que intentan seguirle mueren.
Llueve. Hace frío. La carretera patina, y la rueda trasera de su Specialized zigzaguea cuando él se levanta sobre el sillín y solo Tom Pidcock, que prefiere morir a dejarle un metro, se pega a su rueda. Pidcock es uno valiente, uno que en la Amstel intentó seguir a Pogacar y en la Strade Bianche, donde no estaban ni Pogacar ni Remco, se fue solo como se van siempre el esloveno y el belga. Es uno con un buen motor. Temeroso de caerse, Remco no vuelve a levantarse, ni siquiera parece que acelere en la ascensión a la capilla de Cornémont, un falso llano en el que mantiene su velocidad sin más, tanta que Pidcock, y todo lo que es, si hasta ganó en Alpe d’Huez, es incapaz de seguir a su rueda, y lo intenta. Ya está Remco solo, como le gusta, ya está el pelotón, tan igualado, tan agrupado, a su espalda, cada vez más lejos. Quedan 30 kilómetros, los mismos que quedaban en 2022 cuando, también ausente Pogacar, el duelo que no llega, Remco se fue volando. Su primera Lieja, su primera victoria. Su amor a primera vista con la Decana. Con La Redoute. El punto más importante de la batalla. Hasta allí le ha llevado el equipo, Serry, Alaphilippe, Vervaeke, tirando, él, el cuarto, y a su rueda, el pelotón en fila india, y los más ávidos –Pidcock, Buitrago, el irlandés de Birmingham Ben Healey, 22 años, cabeza torcida sobre la bici, casco torcido, y unas piernas que no parecen nada, y una voluntad y un coraje únicos, un Chiappucci del siglo XXI—pegándose por estar a su rueda. Ni Mas ni Landa, los dos españoles con más posibilidades, entre ellos. Al mallorquín le dolía el estómago; al alavés, el alma. Los dos abandonaron. Solo Ion Izagirre, más duro que nadie, se dejó ver delante. Terminó 16º, el último del grupo que, a 1m 48s de Remco, esprintó por el octavo puesto. Pidcock fue segundo, a 1m6; Buitrago, tercero, Healey cuarto.
Los últimos kilómetros, la cuesta de las Forjas, la terrible Roca de los Halcones, los recorre tranquilo. Prudente en los descensos, sin pedalear, un turista disfrutando de la calma pese a la algarabía de una afición que le aclama, y él levanta el pecho, henchido de gozo –”qué orgullo, ganar la carrera más hermosa vistiendo el maillot más hermoso”, dice, “qué premio, la foto de mi victoria en mi habitación, la foto que más deseaba”–, y en la última recta, entre los canales de la vieja Lieja, entre el Mosa y el Ourthe, él se yergue en la bici, levanta los brazos, pide al público que grite más, dirige sus cánticos con sus manos como un director de orquesta, y cruza la meta levantando un dedo y luego dos, dos Liejas en dos participaciones.
Pogacar se operó el domingo mismo, en Gante, de la muñeca. Con una férula empezará a entrenar pronto. Hasta dentro de dos meses no volverá a competir. Llegará bien al Tour. A parte de la fotografía bien grande, Remco, que volvió hace unos días al continente después de tres semanas entrenando en el Teide, pidió otro deseo, que la nutricionista del equipo le dejara cenar mejillones con patatas fritas, lo que es muy bueno para su microbiota. El lunes volará a Calpe, su casa, donde terminará de prepararse para el Giro (6 a 28 de mayo), su gran objetivo. Hasta el Mundial de Glasgow, en agosto, o el Lombardía, el último monumento del año, en otoño, sus caminos no volverán a cruzarse. El duelo no llega. El deseo aumenta.
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