Los abandonadores
Asistir a un partido e irse cuando el resultado aún no es seguro simplemente desafía el sentido común
Está mal juzgar a la gente, pero en esta columna lo haré. Sé que existen innumerables circunstancias personales, pero en esta columna me basaré únicamente en generalizaciones (y puede que alguna exageración). Porque de todo el ecosistema —flora y fauna— que habita en los estadios de fútbol me quiero detener en la especie en la que se concentra la mayor cuota de irracionalidad: los aficionados que abandonan el recinto antes de que termine el partido. Y utilizo el verbo abandonar —en lugar de dejar, marcharse o irse— a co...
Está mal juzgar a la gente, pero en esta columna lo haré. Sé que existen innumerables circunstancias personales, pero en esta columna me basaré únicamente en generalizaciones (y puede que alguna exageración). Porque de todo el ecosistema —flora y fauna— que habita en los estadios de fútbol me quiero detener en la especie en la que se concentra la mayor cuota de irracionalidad: los aficionados que abandonan el recinto antes de que termine el partido. Y utilizo el verbo abandonar —en lugar de dejar, marcharse o irse— a conciencia porque lo que sucede cuando un hincha enfila la salida en el minuto 89 es un abandono en toda regla.
Habrá quien piense que es tu equipo el que te ha abandonado previamente firmando una atrocidad de partido. Habrá quien crea que si estás teniendo un día miserable por culpa de tu equipo, no tiene ningún sentido prolongarlo. Habrá quien comprenda e incluso comparta el deseo de terminar con la tortura, llegar a casa cuanto antes y darse una ducha que despeje la infelicidad por el sumidero. Pero las rendiciones contravienen la imprevisibilidad del fútbol. Asistir a un partido e irse cuando el resultado aún no es seguro simplemente desafía el sentido común. Como diría Juan Villoro: es ejercer del Nostradamus, chuparse el dedo y decidir que el viento sopla en pésima dirección.
Abandonar un encuentro a medias, porque dos minutos de fútbol pueden contenerse noventa, es como salir de la iglesia antes de que los novios se den el sí quiero, como dejar un libro para siempre en la penúltima página, como apagar la televisión con la caja aún cerrada de Seven, irse de la sala sin descubrir si Francesca se bajará o no del coche en Los Puentes de Madison, si Jack se subirá a la tabla de Rose, si Charlton Heston llegará a comprender cuál era ese Planeta de los Simios en el que había ido a parar. Es como pasear en dirección contraria a la Estatua de la Libertad semienterrada en la arena de la playa.
Hay razones aceptables para marcharse del estadio antes de un pitido final: estar de parto o que tu pareja lo esté, alguna emergencia médica que revista gravedad, que se esté incendiando tu casa o que tu hijo se está graduando (aquí quizá se puede llegar a negociar). La peor excusa posible es salir temprano por no pillar un atasco. Los aficionados que abandonaron el Bernabéu la noche del 4 de mayo del 2022 en el partido de Champions frente al Manchester City, justo antes de que Rodrygo mandase el partido a la prórroga, justo antes de que Benzema certificase la más milagrosa de las remontadas, esos que ya no tuvieron opción de dar marcha atrás en la M30, esos desertores de la alegría, pueden contar hoy orgullosos cómo le ganaron la eliminatoria al tráfico.
El fútbol tiene esa capacidad de hacerse una y mil veces incomprensible. Hay decenas de ejemplos. Quizá el más obvio es la final de Champions de 1999, en el Camp Nou. Con el reloj del estadio marcando los 90 minutos, el Manchester United anotó no una, sino dos veces, para anular la victoria de un Bayern de Múnich que ya estaba descorchando la cerveza, incluso aunque la cerveza no se descorche. En sólo dos minutos se deshicieron las crónicas y todo párrafo sobre la superioridad alemana se volvió polvo.
Lo más probable, sin embargo, es que aguantes hasta el final del partido y que tu equipo firme otra derrota más sin épica. Porque rara vez hay fuegos artificiales en el fin de fiesta. Así que tardarás minutos en salir del estadio, en esa procesión de ánimos muertos que continúa por las calles aledañas, sopesando la conveniencia de pasarte al críquet como aficionado. Pero ser hincha también va a de eso: permanecer crédulo incluso cuando (particularmente cuando) se pierde toda esperanza.
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