Algo que conecte con el pasado
Como aficionados necesitamos que el fútbol mantenga algo de aquel tiempo en el que los seguidores cargaban piedras para construir su propia grada e identidad
El televisor del bar emitía un programa con imágenes aéreas de estadios. La vista, claro, se nos fue instantáneamente a aquella pequeña pantalla detrás de la barra porque los estadios generan algo de hipnosis.
—¿Qué campo es?, me preguntó mi amigo.
—Creo que es el del Mallorca, respondí convencida.
La imagen aérea mostraba un estadio con gradas rojas, rodeado por varios espacios hormigonados. Pero, acto seguido, el plano aéreo enfocó una enorme bandera estadounidense, así que apunté que seguramente se trataba del mítico estadio de...
El televisor del bar emitía un programa con imágenes aéreas de estadios. La vista, claro, se nos fue instantáneamente a aquella pequeña pantalla detrás de la barra porque los estadios generan algo de hipnosis.
—¿Qué campo es?, me preguntó mi amigo.
—Creo que es el del Mallorca, respondí convencida.
La imagen aérea mostraba un estadio con gradas rojas, rodeado por varios espacios hormigonados. Pero, acto seguido, el plano aéreo enfocó una enorme bandera estadounidense, así que apunté que seguramente se trataba del mítico estadio de Son Moix de Washington. “Los estadios de fútbol ya son indistinguibles entre sí desde arriba”, añadió mi amigo tratando de estrechar mi errata.
Justo un par de días después de confundir Son Moix con un estadio de soccer, tuve la suerte de presentar en Madrid el libro El último gol apache (Debate), escrito por José Manuel Ruiz, sobre el Racing de Madrid, en concreto sobre una loquísima gira americana en la que se embarcó el equipo para intentar salir de su purgatorio financiero. Nunca había oído hablar de este club hasta que José Manuel me envió la novela y me invitó a presentarla.
Al Racing de Madrid lo definió a la perfección el historiador Félix Martialay: “Equipo chamberilero de rompe y rasga. Castizo. Golfo. Futbolísticamente, la furia desatada. El equipo quebrantahuesos del señoritismo del Madrid”. Nacieron en un tren, ganaron el campeonato en su temporada de debut y se convirtieron, de inmediato, en enemigos íntimos del señorial Real Madrid. Aquel grupo de descamisados tuvo su primer estadio por obra y gracia de los aficionados. No es un decir, literalmente ocurrió así. Los hinchas construyeron el primer estadio con sus propias manos, en un solar en la calle Hermosilla de Madrid. El experimento popular fue sustituido, meses más tarde, por otro estadio en pleno corazón de Chamberí: el barrio castizo en el que nació el equipo y al que debía toda su personalidad aguerrida.
Durante la presentación del libro sufrí una crisis aguda de nostalgia, diagnosticada por el Doctor Fútbol. La nostalgia es como el nórdico de una cama: una cosa cálida que te mantiene caliente, a resguardo, de la que cuesta salir. El pasado no te ataca si estás arropado por la nostalgia. Así que en pleno ataque nostálgico me pregunté si existen ahora mismo equipos como el Racing de Madrid y estadios como el del club apache, con esa identidad y carácter.
Los estadios modernos parecen, a menudo, centros comerciales, grandes superficies plastificadas a las afueras de las ciudades. Da la sensación de que en diez años serán demolidos y reubicados en otro terreno en el que el suelo sea más barato y el aparcamiento mejor. Un buen estadio tiene que estar en un lugar que represente la personalidad del equipo. Pienso en Balaídos, por ejemplo, rodeado por la enorme fábrica de Citroën y bloques de edificios sin pretensiones. Es la plasmación exacta de la identidad del club y la ciudad: obrera y trabajadora. Me pregunto si el nuevo Balaídos tendría sentido al lado de la playa, con espléndidas vistas a la Ría de Vigo, o en un descampado a las afueras de la ciudad en el que cupiesen más coches y en el que no se formasen los memorables atascos de cada fin de semana. Definitivamente no, Balaídos tiene sentido donde está.
Pero bueno, seamos honestos: la mayor parte de los estadios antiguos eran incómodos, incluso peligrosos. Ahora puedes sentarte en invierno y un calefactor te mece el pelo desde el techo. Los asientos ya no te astillan el culo. Te caben las piernas entre fila y fila. En los baños funcionan las cisternas y el agua sale de todos los grifos. En algunos estadios hay escaleras mecánicas, puertos usb, restaurantes con estrellas Michelín. Todo es más agradable y accesible. Entonces, ¿de qué nos quejamos? Supongo que como aficionados necesitamos que el fútbol mantenga algo de aquel tiempo en el que los aficionados cargaban piedras para construir su propia grada e identidad; algo que nos conecte con el pasado, por muy mitificado que esté.
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