Reservado el derecho de admisión
La última polémica del fútbol español tiene que ver con la supuesta prohibición de acudir ataviados con los colores de tu equipo al estadio rival, un trampantojo que poco tiene que ver con la realidad
Reservarse el derecho de admisión es una práctica tan antigua como recomendable, pregunten a cualquier conocido que regente un bar o una discoteca. El miedo a que uno o varios desaprensivos te arruinen un día de fiesta es algo tan lícito que cualquier precaución resulta comprensible, incluida aquella tan comentada en mi pueblo durante años, la de una joven pareja que, en sus invitaciones de boda, advertían sobre esto a sus invitados: “se reserva el derecho de admisión, también para conocidos y familiares”. Todavía hoy, a muchos de los allí presentes nos sigue pareciendo un milagro que se abstu...
Reservarse el derecho de admisión es una práctica tan antigua como recomendable, pregunten a cualquier conocido que regente un bar o una discoteca. El miedo a que uno o varios desaprensivos te arruinen un día de fiesta es algo tan lícito que cualquier precaución resulta comprensible, incluida aquella tan comentada en mi pueblo durante años, la de una joven pareja que, en sus invitaciones de boda, advertían sobre esto a sus invitados: “se reserva el derecho de admisión, también para conocidos y familiares”. Todavía hoy, a muchos de los allí presentes nos sigue pareciendo un milagro que se abstuvieran de utilizarlo.
La última polémica artificial del fútbol español tiene que ver con la supuesta prohibición de acudir ataviados con los colores de tu equipo al estadio rival, un trampantojo que poco tiene que ver con la realidad y que alcanzó cierto vuelo tras aquel partido de Europa League donde los hinchas del Eintracht de Frankfurt tomaron el Camp Nou con la cartera por delante. Anunció entonces el Barça que se tomarían medidas para evitar incidentes como los registrados aquella tarde y el asunto no pasó a mayores hasta que, esta misma temporada, la directiva del Espanyol aprovechó el derbi del Camp Nou para poner el grito en el cielo por lo que consideraban un agravio hacia los aficionados pericos: aquellos que hubiesen comprado entradas por libre —esto es, fuera de la zona asignada para la afición visitante— no podrían acceder al estadio con prendas representativas de su equipo. Ni que decir tiene que el encuentro había sido declarado como de alto riesgo.
Es un matiz importante este último. En una sociedad idílica, donde el fútbol representase la quinta esencia de la convivencia entre diferentes, semejante tipo de precauciones no tendrían ninguna razón de ser. Pero la realidad es tozuda, además de bruta y desagradable.
Nos guste o no, queramos admitirlo o no, los eventos deportivos siguen siendo un espectáculo frecuentado por un gran número de indeseables que aprovechan cualquier resquicio para recordarnos que no estamos solos en el universo y que Kubrick tenía razón: imaginen a los primates de 2001, una odisea en el espacio enfundados con remeras y atrévanse a negar que semejante obra maestra del cine también es, además de todo lo dicho desde su estreno, una gran película de fútbol. Los grandes acusados en este caso, paradójicamente, son dos de los clubes españoles que más se han preocupado por erradicar cualquier comportamiento violento de sus estadios, incluida la prohibición de entrada a sendos grupos ultra que, históricamente, campaban a sus anchas por las gradas, los pasillos y hasta aquellos almacenes en régimen de cesión donde guardaban todo su macabro arsenal de guerra.
Ni que decir tiene, por cierto, que muchos de estos personajes se mueven libremente por otros campos de España y el resto de Europa, de ahí que ciertas medidas resulten, no solo recomendables, sino plenamente justificadas: puestos a ser garantistas con los derechos del aficionado, mejor comenzar por los de quienes muestran un grado de civismo sobradamente acreditado y ocupan su localidad cada domingo sin saber quién se les puede sentar al lado.
“Silencio, estamos saboreando los triunfos del Barça”, rezaba un cartel en el viejo bar de mi abuelo, que era del Madrid y se cachondeaba, así, de los peores años azulgrana. Normal que tiempo después, cuando sus hijos heredaron el negocio y lo transformaron en un pequeño templo culé, aquella advertencia fuese sustituida por el típico y siempre recomendable Reservado el derecho de admisión: no era antimadridismo, sino el primer gran avance de la civilización.
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