Múnich 1972: los Juegos de la paz, los Juegos del terror
Hace 50 años, el 5 de septiembre de 1972, un comando del grupo palestino Septiembre Negro asaltó la Villa Olímpica de Múnich 72 para secuestrar a 11 deportistas israelíes que murieron tras una desastrosa operación de rescate
Martes 5 de septiembre de 1972. 11º día de los Juegos Olímpicos de Múnich. Cinco de la mañana. Aún no ha amanecido. La Villa Olímpica vive una noche habitual. Deportistas que han salido de juerga a la ciudad regresan a sus apartamentos saltándose la valla metálica de dos metros que rodea la pequeña ciudad, 3.000 viviendas para hombres, 1.700 bungalows para mujeres, poco más de 9.000 habitantes en ese momento. Es un deporte más, el salto de valla, una muestra de compañerismo, unos se ayud...
Martes 5 de septiembre de 1972. 11º día de los Juegos Olímpicos de Múnich. Cinco de la mañana. Aún no ha amanecido. La Villa Olímpica vive una noche habitual. Deportistas que han salido de juerga a la ciudad regresan a sus apartamentos saltándose la valla metálica de dos metros que rodea la pequeña ciudad, 3.000 viviendas para hombres, 1.700 bungalows para mujeres, poco más de 9.000 habitantes en ese momento. Es un deporte más, el salto de valla, una muestra de compañerismo, unos se ayudan a otros. No hay problemas. Juventud alegre y despreocupada.
En Nadistrasse 20, sentado en los hombros del pivot Miguel Ángel Estrada, 2,07m, Manolo Carballo, plusmarquista español de los 100m (10,3s), se afana con una pequeña navaja en desmontar los goznes de la ventana de guillotina del pequeño almacén de la delegación española. Es la acción final de una operación, meticulosamente planificada a lo Misión Imposible, organizada por un comando de deportistas para hacerse con un botín de insignias, banderines, material representativo, que intercambiar con atletas de otros países, una forma de hacer amistades. “Ya estaba casi dentro cuando oigo unos gritos a mis espaldas, achtung, achtung, polizei!”, recuerda Carballo, 50 años después, con la vergüenza de quien siente que estaba haciendo el ridículo, una gamberrada inocente, en un momento histórico y terrible. “Me giro y veo a dos policías encañonándonos. Menudo susto. Por lo bajinis, le digo a Estrada, a la de tres, tírate al suelo, y nos echamos a correr. Y salimos corriendo y nos metimos en el pabellón por los pasillos. No sabíamos nada. Nosotros, a lo nuestro. No habíamos oído nada, pero ocho activistas palestinos de Septiembre Negro acababan de asaltar los apartamentos de los deportistas de Israel”.
Nadie sabía nada. Nadie había oído nada.
No sabían nada los dos jugadores del equipo canadiense de waterpolo que regresaban a las cuatro de la mañana a la Villa ligeramente ebrios de cerveza y ayudaron a saltar la valla a ocho personas con chándales deportivos y grandes y pesadas bolsas a los que tomaron por colegas deportistas. No eran atletas. Eran ocho fedayines procedentes de los campos de refugiados en el Líbano. Septiembre Negro, que recuerdan, y no olvidan, que en septiembre de 1970 se produjo la masacre y expulsión de Jordania por el ejército de Hussein de los refugiados palestinos tras la Guerra de los Seis Días (1967). En las bolsas, fusiles de asalto AK 47 Kalashnikov, munición, granadas de fragmentación. Una misión: asaltar los apartamentos de los deportistas israelíes en la Villa Olímpica y tomar cuantos rehenes fuera posible. Y pedir a cambio la liberación de 234 presos palestinos en Israel, y de Andreas Baader y Ulrike Meinhoff, los de la banda terrorista alemana. Operación Iqrit y Biri’m, dos aldeas arrasadas por los israelíes en 1948, cuando crearon su Estado. Palestina no e nada. No es aún un Estado. No puede participar en los Juegos Olímpicos y no lo hará hasta 1996, Atlanta, cuando el Comité Olímpico Internacional (COI) por fin le reconozca.
En una esquina, los ocho palestinos se cambian de ropa, sacan sus armas.
El jefe del comando es Luttif Afif, 27 años, alias Issa (Jesús, en árabe), padre cristiano, madre judía, de Nazaret. Estudiante de ingeniería en Alemania. Se tizna la cara con betún negro. Gran sombrero blanco. Sahariana. Gafas de sol. Ridículo y terrible. Dirige a los suyos hacia Conollystrasse 31, en la esquina, el primero de los cinco apartamentos de dos pisos que aloja a la delegación de Israel. En él duermen, siete entrenadores y árbitros. Entran a la fuerza. Obligan a uno de ellos a que les conduzcan a otro apartamento, el 3, en el que descansan seis deportistas más, luchadores y halterófilos, los más fuertes del equipo. Dos logran huir. Otros dos que se resisten, Moshe Weinberg, técnico de lucha, y Yossef Romano, levantador de pesas, son asesinados.
Cuando amanece, en Conollystrasse 31, en una pequeña sala común y en un dormitorio, los palestinos retienen, atados, a nueve rehenes. Han amenazado con asesinar de un tiro cada hora a uno de ellos si no se atiende a sus peticiones. Por los balcones del bloque asoman los terroristas, uno con la cabeza cubierta con una media; otro, el segundo al mando, Yasuf Natzal, alias Tony, estudiante en Alemania, con un sombrero de cowboy. Issa, el líder, sale a la puerta a negociar con Hans Dietrich Genscher, el ministro del Interior alemán, que busca ganar tiempo. Como era de esperar, la primera ministra israelí, Golda Meir, se ha negado en redondo a aceptar la petición de los fedayines. Con terroristas no se negocia, advierte, y pide a Alemania que deje intervenir a su unidad especial antiterrorista, el Sayeret Matkal, que dirige Ehud Barak. Alemania sigue buscando una solución.
Cuando amanece, la Villa recupera su vida habitual. Muy pocos saben lo que está pasando en un bloque de su ciudad. La mayoría sigue su vida, indiferente. Deportistas que toman el sol. Deportistas que juegan al ping pong. Deportistas que acuden a competir, porque los Juegos siguen como si nada, y solo se detendrán a las 15.51, casi 12 horas después del asalto.
“Teníamos de todo en la Villa. No necesitábamos salir para divertirnos. No podíamos ir a los bungalows de las mujeres, pero ellas sí a nuestra zona. Había bares de copas. Gozábamos de la primera gran Villa Olímpica como tal, pegada al estadio y rodeada de una valla metálica de dos metros que todos saltaban tranquilamente”, recuerda Carballo. “Nunca pensaron que si entrabas por la puerta de salida se podía burlar el sistema de entrada, con la acreditación ante los vigilantes, si entrabas por la salida. Y falsificábamos las acreditaciones fácilmente. Llegó a haber siete con mi nombre y mi foto para diferentes amigos. Nos divertíamos haciendo el pícaro a la española. Falsificamos también los vales de comida con un rotring y una cuchilla… Era una burbuja de libertad, de cosmopolitismo, de hermosura, la mezcla de gente, todos jóvenes, todos sanos y hermosos, 24 años, todos felices de juntarnos y compartirlo todo, sin miedo al sexo, sin curas que te digan que todo es pecado… Una vida diferente”.
La Villa era un santuario, un mundo aparte, un paraíso de jóvenes hermosos, sanos, fuertes, inocentes, había sido invadido por el mundo real. 1972. Nixon en la Casa Blanca. Vietnam. Pósters del Che en los dormitorios de los estudiantes que siguen soñando con mayo del 68, y de Al Fatah, y seamos realistas, exijamos lo imposible. Guerra fría. El ejército británico en Belfast. Los Juegos del amor, los que quieren hacer olvidar al mundo los Juegos del 36, en el Berlín ario y antisemita de Hitler, la demostración de poder brutal del país cuyo ejército invadirá el mundo tres años después, se convierten en los Juegos del terror. Tregua olímpica violada. Judíos asesinados en suelo alemán solo 27 años después del fin del Holocausto. En la nueva, orgullosa, Alemania, y las cenizas de la guerra.
Cuando amanece, Luis Sarria, miembro, como Carballo, del relevo 4x100 español, acude a desayunar al gigantesco restaurante central y lo encuentra extrañamente lleno de policías. “Y pensé, tonto de mí, que nuestro comando nocturno para hacernos con insignias había despertado tal revuelo que nos buscaban a nosotros”, cuenta el velocista vasco. “Pero no, claro. La Villa Olímpica era otra cosa. Dos días después, la libertad había desaparecido y teníamos que ir casi con el carnet de identidad, la acreditación, en la boca”.
De menos se enteró aún Javier Álvarez Salgado, atleta de 5.000m y 10.000m. Los fondistas no tiene tiempo ni para hacer el gamberro. Su vida es entrenarse y descansar. “Y tenía las series de los 5.000 al día siguiente”, recuerda el fondista gallego. “Habían sido unos Juegos muy duros, también con series y final en los 10.000. Bastante tenía con pensar en eso y con pensar que no estaba bien, que la hepatitis que había cogido en Turquía el año anterior aún me lastraba”.
Alemania intenta ridículas operaciones de rescate. Disfraza de cocineros a un grupo de policías que acuden a llevar comida, y son descubiertos. Disfraza de atletas, con chándal y chaleco antibalas a policías e intenta que se cuelen por los conductos del aire acondicionado de la azotea de Conollystrasse. “Nosotros, desde el balcón de nuestro piso, lo veíamos todo, y también lo veía todo el mundo por la tele, porque se estaba transmitiendo en directo”, dice Carballo. “Y también lo veían los terroristas, claro”.
A las 17.00 se acaba el tira y afloja. Los palestinos piden que se les traslade con los rehenes a El Cairo. Alemania acepta aparentemente mientras prepara un plan para abatirlos con francotiradores en el aeropuerto militar de Fürstenfeldbruck, una base de la OTAN. A las 22.00 horas, los ocho terroristas y los nueve rehenes embarcan en un autobús hacia dos helicópteros que despegan de la Villa Olímpica para trasladarlos al aeropuerto.
“Y de eso me acuerdo”, dice el ciclista Tomás Nistal, que se despertó con la idea de intentar ver a Mark Spitz para hacerse una foto con el nadador de las siete medallas de oro y se enteró de que los norteamericanos lo habían trasladado rápidamente a Londres, a salvo, después de que Spitz, el judío más famoso de los Juegos, diera una conferencia de prensa. “Me acuerdo de los helicópteros despegando de la Villa a las 10 de la noche. Y todos, mirando”.
Las autoridades alemanas son las únicas que piensan que solo hay cinco fedayines y solo tienen dispuestos a cinco francotiradores reclutados a última hora. Todo el mundo sabe que son ocho. La operación rescate es un desastre. Tiroteo en la oscuridad. Un palestino mata a cinco israelíes atados con ráfagas de su Kalashnikov hasta acabar sus cargadores. Otro hace estallar una granada en el otro helicóptero. Mueren los nueve israelíes: Yosef Gutfreund. entrenador de lucha; Amitzur Shapira, entrenador de atletismo; Kehat Shorr, entrenador de tiro; Andrei Spitzer, entrenador de esgrima; Yaakov Springer, árbitro de halterofilia; Eliezer Halfin y Mark Slavin, de 18 años, deportistas de lucha libre, como Ze’ev Friedman, y David Berger, levantador de pesas. La policía mata a cinco de los terroristas, entre ellos a Issa y a Tony. Muere uno de sus agentes, Anton Fliegerbauer. Contra los tres palestinos supervivientes organizó Israel la operación Ira Divina. Los perseguirían hasta matarlos. Acabaron con dos. El tercero murió de muerte natural años después.
A las 10 de la mañana, en el estadio olímpico, el norteamericano Avery Brundage, preside una ceremonia de lamento y dolor. “Los Juegos de la XX Olimpiada han sido objeto de dos ataques salvajes. Perdimos la batalla de Rodesia [actual Zimbabue, país, como Sudáfrica, excluido, por su política racista] ante el chantaje político. Nuestra única fuerza es un gran ideal. Los Juegos deben continuar. No podemos permitir que un puñado de terroristas destruya este núcleo de cooperación internacional y buena voluntad que es el movimiento olímpico”.
34 horas después del asalto, los Juegos se reanudan, miércoles 6 de septiembre. La delegación israelí regresa a su país con 11 ataúdes. El equipo filipino de atletismo, 13 noruegos y seis neerlandeses abandonan los Juegos con ellos., Los demás siguen.
“No teníamos capacidad de reacción. Yo tenía mis dudas sobre la necesidad de seguir”, dice Carballo, quien aún sufre con el recuerdo y cuenta que cuando fue a ver Munich, la película de Spielberg sobre los hechos, se le cerró el estómago por el horror y no pudo comer ni una palomita. El estadio exactamente igual. La cubierta transparente. El sonido. Los helicópteros. Los gritos de allahu akbar! La explosión. Pegado a la pantalla las tres horas, sin respirar, y recordando. “Seguir con los Juegos como si nada, sería una falta de respeto a las víctimas; pero si los paras les das la razón, triunfan… Se decidió continuar, Alemania, el COI, todos querían seguir. Sigo sin tenerlo muy claro, pero seguimos los Juegos”.
El ataque palestino acabó con la ilusión, con la inocencia, de las travesuras y las gamberradas sanas.
Sánchez Paraíso, Sarria, Paco García López y Carballo disputaron el sábado 9 la semifinal del relevo corto. Fueron un comando tan meticuloso, organizado y preciso como el que asaltaba las despensas de insignias y jamones para dirigentes planificado y preparado al milímetro por el genio de Manuel Pascua Piqueras, un entrenador joven que se convirtió rápidamente en el genio de la velocidad en España. “La clave estaba en el pase del testigo”, explica Sarria. “Lo hacíamos al final de la zona, al 100% del terreno permitido, mientras los demás lo hacían al 60 o al 70%. Era más arriesgado, sí, pero avanzábamos en el cambio, y los demás se frenaban. Entregábamos de abajo a arriba, al revés que otros, y sin decir ya, sino contando los pasos por el braceo de cada uno... Y unas semanas antes habíamos dejado en 39,70s el récord de España” Salió Sánchez Paraíso, el salmantino ya fallecido, que entregó a Sarria, y este a García López, un granadino de Motril y del Vallehermoso en Madrid, el alumno favorito de Pascua, que entrenaba con Alfredo Pérez Rubalcaba, quien llegó a ser secretario general del PSOE. García López lo hace tan bien en la curva que llega el primero, por delante de la Italia de Menea y de Estados Unidos, incluso. ManoloCarballo, sin embargo, sale demasiado rápido y aunque echaba la mano atrás no daba con el testigo, que cayó al suelo. “Nos descalificaron, y, aunque Manolo [Carballo] aún se autofustiga, yo guardo un magnífico recuerdo. Siempre podemos pensar que si no se nos cae el palito podríamos haber llegado a la final, habríamos ganado a Estados Unidos...”
Un nuevo comando político nacionalista, estaba preparado para entrar en acción en Múnich, buscando, pacíficamente, llamar la atención sobre la ocupación británica y la violencia contra los católicos en Irlanda del Norte. La carrera de ciclismo se retrasó un día, del 6 al 7 de septiembre, lo que despistó a siete miembros del IRA (el ejército republicano irlandés) que llevaban meses planeando una acción audaz ytan concentrados estaban en sus planes que no se enteraron del terror del 6. “Sí, hubo jaleo y se habló mucho de los irlandeses”, dice Tomás Nistal. “Pero yo no vi mucho...” Los irlandeses habían viajado desde Dublín en una furgoneta con sus bicicletas. El 7, cuando finalmente se disputa la prueba, cuatro de ellos, con el maillot de la bandera verde, blanca, verde, la de los 32 condados de la Irlanda única, se infiltran en la salida del pelotón. Otros tres esperan en el bosque de Grunwalder, unos kilómetros delante, para hacerlo.La acción es un éxito. Uno de los ciclistas, Brian Holmes, logra desplegar una pancarta, “La tropas inglesas ocupan nuestros campos deportivos”, que captan las televisiones de todo el mundo. Después, reparte panfletos entre los ciclistas asombrados. Otro de ellos, John Mangan, es tan bueno, que llega a liderar la carrera unos kilómetros y se pelea con el norirlandés Noel Teggart, que corre con la Union Jack, al que empuja y manda a la cuneta. Se cae y se retira. El comando es detenido, pero los alemanes se conforman con expulsrlos del país. La cárcel les espera en Irlanda.
2022. Cinco de septiembre. Olympiadorf. Conollystrasse 31. Una lápida de mármol en hebreo y alemán recuerda los nombres de las víctimas. Sobre ella los visitantes piadosamente depositan pequeñas piedras, cantos de los caminos. Lo ocupa ahora el Instituto científico Max Planck que aloja de vez en cuando a investigadores de paso. Está vacío. La misma puerta de cristal de entonces. El único apartamento en el que no vive nadie en el barrio. 3.000 viviendas. Urbanismo de la placidez pequeñoburguesa. Sin coches, que circulan subterráneos hacia los garajes, con bicis y columpios y prados de hierba para los perros. Siguen asombrando las grandes tuberías de tres colores, verde, azul, naranja, que conducen los cables de electricidad y guían a los visitantes, y guiaban a los deportistas hace 50 años, hacia los tres grandes barrios de la ciudad, azul, verde, naranja. En los pasajes, comercios, bares, restaurantes, oficinas, todos con el apellido olímpico en sus denominaciones. Una librería de viejo informa de dónde han acabado los tesoros que los abuelos coleccionaban: folletos, libros, periódicos de época, pósters, grandes fotografías, maquetas, Dachlunds, la mascota de los Juegos, apolillados. Del trastero en el que dormían intocados a las estanterías al alcance de nostálgicos. la memoria es una capa de polvo. Solo los árboles, su tamaño, su frondosidad sorprenden a quienes regresan con el recuerdo de la Villa en el 72. Eran pimpollos, arbolitos recién plantados. Ahora son tan altos y frondosos que se erigen como un muro que todo lo oculta entre el parque olímpico y los bloques de vivienda. Las fotografías de entonces, el fedayin con la media en la cabeza que aterró la imaginación del mundo, Issa, el líder que negociaba jugueteando con una granada entre sus manos y su descomunal sombrero blanco y su sahariana, Tony, el segundo, y su sombrero vaquero, no asaltarían los recuerdos de nadie. En el muro del apartamento, una gran hiedra ha crecido.
En el estadio, una nueva ceremonia. Autoridades de Alemania e Israel. El presidente del COI, Thomas Bach. Los familiares de las víctimas asisten. Solo lo hacen porque la semana pasada, 50 años después, finalmente el estado alemán asumió plenamente que no había sabido proteger a sus huéspedes olímpicos y aceptó indemnizar a sus herederos con 28 millones de euros. Los palestinos siguen viviendo en campos de refugiados. Los Juegos siguen. El ideal.
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