La pasión del matón
Los ultras jamás pegan a quién paga, lo que demuestra la verdadera naturaleza de su cacareada pasión.
Hay una cualidad de los matones que siempre me ha llamado poderosamente la atención: acostumbran a justificar sus actos en algún tipo de provocación previa, a menudo, inexistente, quizás porque la violencia ejercida sin ningún tipo de amparo moral resulta incomprensible incluso para quien la practica, quién sabe. En el caso de los ultras, que son los matones consentidos del fútbol, esa justificación resulta constante por una razón muy sencilla: la violencia está en la base de su influencia, pero aplicarla también exige algún tipo de salvoconducto ético para quienes la consienten.
A nadi...
Hay una cualidad de los matones que siempre me ha llamado poderosamente la atención: acostumbran a justificar sus actos en algún tipo de provocación previa, a menudo, inexistente, quizás porque la violencia ejercida sin ningún tipo de amparo moral resulta incomprensible incluso para quien la practica, quién sabe. En el caso de los ultras, que son los matones consentidos del fútbol, esa justificación resulta constante por una razón muy sencilla: la violencia está en la base de su influencia, pero aplicarla también exige algún tipo de salvoconducto ético para quienes la consienten.
A nadie debe sorprender, por tanto, que desde el pasado domingo hayan surgido todo tipo de voces justificando, de una u otra manera, el acoso sufrido por Griezmann y las posteriores reacciones contra Mario Hermoso cuando este salió en defensa de su compañero: no es la primera vez que ocurre ni será la última. Como en los peores años del tratamiento periodístico sobre la violencia machista, la noticia y posteriores debates se han ido tiñendo de comentarios que introducen el comportamiento o las actitudes del futbolista francés como parte importante de la ecuación. Y resulta muy fácil reconocerlos, pues suelen comenzar con un sereno “yo no quiero justificar ningún tipo de comportamiento violento contra nadie, pero…”. Siempre hay un pero, claro. O varios: todo depende de la cantidad de atrocidades que necesitemos blanquear.
En el caso concreto de los ultras más violentos del Atleti, por ser el último y quizás el más significativo en el fútbol español actual, basta con aludir a la pasión para pasar por alto la mayoría de sus excesos. También ellos se sienten interpelados cuando su entrenador levanta los brazos reclamando el apoyo del sector más bullicioso del estadio: un frente amplio en el que convive lo mejor y lo peor del sentimiento atlético, a menudos señalados los primeros por los abusos perpetrados por los segundos. Y es algo en parte triste y en parte inevitable, pues tampoco se va a poner Simeone a reclamar la complicidad de los suyos uno por uno, señalando a los buenos, a los justos, y evitando a aquellos que fagocitan un sentimiento noble desde dentro en pos de sus propios intereses.
El aliento, lo explica muy bien el periodista argentino Gustavo Grabia, es un bien de mercado que casi nunca resulta gratuito. Bastó con que Joan Laporta se decidiera a sacar a los Boixos Nois del Camp Nou para enterarnos de las prebendas que las anteriores directivas les concedían a cambio de ser la voz dominante en el estadio. Los ultras son capaces de hacer mucho ruido, pero también de provocar grandes silencios colectivos, de amedrentar a quienes osan disentir o protestar, y esa es la parte más apreciada por quienes los protegen, los cuidan y hasta los miman: no deben de salir baratos, pero a tenor de lo visto en tantos y tantos clubes, deben de salir a cuenta. Determinar quiénes son esos protectores podría ser el primer paso para su erradicación, pero tampoco es tan sencillo como a veces pretendemos creer: casi nada es lo que parece en el turbio mundo de los ultras.
Por desgracia, el perjudicado de estas concesiones siempre termina siendo el aficionado tranquilo, el que va al estadio con intención de animar a su equipo sin más pretensiones que pasar un buen o un mal rato, que de todo habrá. Sobre él recae el peso de la burocracia mientras los ultras acceden a los estadios protegidos —tiene su miga esto— por los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Y es el mismo aficionado que no puede viajar lejos de casa por lo evidente, mientras los ultras siempre parecen encontrar la forma de sufragar sus desplazamientos, en algunos casos alimentados por algún tipo de mecenas dispuesto a ganarse su favor. Y esa es otra cualidad del matón que siempre me ha llamado la atención: jamás pega a quien paga, lo que demuestra la verdadera naturaleza de su cacareada pasión.
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