La consagración en París de Jonas Vingegaard como ganador del Tour de Francia
El belga Philipsen se impone sobre los adoquines en la última etapa del Tour en el que el tranquilo escalador danés lideró la estrategia del Jumbo que derrota a Tadej Pogacar, el ganador de los dos últimos años
Los adoquines de los Campos Elíseos llegan de una cantera de Arabia Saudí, misterios no de la geología sino de la organización del comercio mundial, y sobre ellos, después de que el belga Jasper Philipsen levantara los brazos ganador del sprint de París, y no muy lejos del Teatro de los Campos Elíseos del escándalo del estreno de la Consagración de la Primavera, ese fagot, ese Stravinsky, se instala el último podio del Tour, con vistas y perspectiva al Arco del Triunfo, para consagrar más tranquilamente a un pequeño danés, Jonas Vingegaard.
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Los adoquines de los Campos Elíseos llegan de una cantera de Arabia Saudí, misterios no de la geología sino de la organización del comercio mundial, y sobre ellos, después de que el belga Jasper Philipsen levantara los brazos ganador del sprint de París, y no muy lejos del Teatro de los Campos Elíseos del escándalo del estreno de la Consagración de la Primavera, ese fagot, ese Stravinsky, se instala el último podio del Tour, con vistas y perspectiva al Arco del Triunfo, para consagrar más tranquilamente a un pequeño danés, Jonas Vingegaard.
Ocurrió en el pavés, en los pedruscos de la quinta etapa. Jonas Vingegaard tiene problemas con su bicicleta. La cadena se ha bloqueado. El danés entra en pánico. Coge la bici de Van Hooydonck, que le saca 30 centímetros, espera al coche, cambia una vez, otra. El Tour acaba de empezar y ya piensa que lo ha perdido. Tadej Pogacar, feliz, baila sobre el pavés, sobrado, sin esfuerzo. Como a los niños en los cuentos, a Vingegaard le salva la etapa, y el Tour, un gigante bueno, su compañero todopoderoso Wout van Aert, que se le mete en el bolsillo, le calma, y le conduce hasta el final. Tanto sufrir para perder solo 13s.
La escena no quizás es la que mejor permite definir a una persona como tranquila, pero la tranquilidad ha sido quizás la gran virtud para que ganara el Tour un joven danés de 25 años que de niño era esclavo de ataques de ansiedad, un adolescente agobiado luego. Y ha derrotado a Tadej Pogacar, el ganador de los últimos dos años, el esloveno de 23 años y aires de invencible del que cuando se hablaba los 10 primeros días era solo para especular qué día daría el golpe de gracia al Tour y enviaría a todos los aspirantes a luchar por ser segundos.
O quizás Jonas Vingegaard, que nació en Hillerslev, el noroeste de Dinamarca, y allí vive aún, no en Andorra o Mónaco, donde vive la mayoría del pelotón mundial, no sea el niño tranquilo que aparenta cuando pedalea ajeno los días de exhibición cotidiana de Pogacar, en las piedras, en el repecho de Longwy, en el repecho de Lausana, siempre persiguiendo la sombra amarilla y verde de Van Aert el ciclista que le disputa el protagonismo en las redes; más tranquilo aún, cuando sale de la sombra para probar al esloveno en la pared de la Planche des Belles Filles, y, aunque pierde en la raya, comprende que a diferencia del Tour anterior, Pogacar no está más fuerte que él: o su fría tranquilidad, de cirujano, de francotirador, clavándole el cuchillo en el corazón definitivamente a su rival en el Granon, la primera llegada en los grandes Alpes, etapa 11ª.
Quizás entonces, más que sentirse un campeón a punto de lograr el mayor éxito de su vida, se pensaba un mero peón del golpe final de la estrategia finamente desarrollada, y colectiva, de su equipo para acabar con Pogacar. Todos los Jumbo habían armado la partida desde el primer día, en su llovida Copenhague, durante toda la etapa: el ataque de Roglic en el Télégraphe bajando, el intercambio de golpes, cinco cada uno, él, Roglic, en el Galibier; la respuesta noble, brava, instinto peleón de quien nunca dice no a una invitación que le conduce al precipicio, del Pogacar que entra en el estado de euforia previo a la pájara del derroche y hasta se permite acelerar con Vingegaard a su rueda el resto del gigante de los Alpes.
Todo está calculado. A él le toca el movimiento del jaque mate. Lo ejecuta en los últimos cinco kilómetros del Granon. Provoca la mayor crisis que Pogacar ha sufrido, la crisis que nadie creía que podría sufrir. En 10 etapas, el hiperactivo esloveno de amarillo, sonriente, niño, le había sacado 39s. En cinco kilómetros, le regaló 3m 1s. Y el Tour. Y regala a la afición el mejor de los Tours posibles.
Todos sus ataques en Alpes, Pirineos, macizo Central, son neutralizados. No hay manera. Vingegaard es una roca. Una piedra tranquila. Inamovible. Un ganador del siglo XXI que es solo un hombre Tour, que no brilla demasiado en otras carreras, que no se exhibe en las clásicas. En el Tour, dos participaciones, una vez, segundo; otra, primero. 25 años. Un ciclista que crece.
El Tour es el sueño que de niño de 12 años le lleva a Vingegaard con sus padres y hermana todos los veranos a recorrer los Alpes en la caravana de sus padres durante el Tour, para aplaudir a sus ídolos, Riccò y Contador La aparcan en un camping en Bourg d’Oisans, al pie de Alpe d’Huez, y todos los días sacan la bici para subir los cols que en Dinamarca llaman viento. Y el padre se admira de la fuerza y del carácter, y de la energía inacabable del niño que sube una, dos, hasta tres veces todos los puertos, y más rápido que él.
Celebra su victoria, la del segundo danés que se viste de amarillo en París tras el Bjarne Riis que rompió la racha de Miguel Indurain en 1996, con una conferencia de prensa en la que muestra las virtudes de la discreción, la palabra justa, el laconismo, la deportividad. Ni una frase memorable. Ni una palabra mal pronunciada.
Cuenta en L’Équipe Trine, su novia y madre de su hija, Frida, de dos años, que cuando le conoció él tenía 21 años y ella 32, y parecía que él tenía 14, qué tierno, y qué callado, y ni siquiera sabía que sería ciclista profesional. Trine es la jefa de marketing de ColoQuick, el patrocinador del equipo amateur en el que corre Vingegaard, quien, de lunes a viernes, se pone a trabajar en la lonja del puerto pesquero. Prepara las cajas de bacalao, organiza las subastas. “Me levantaba todos los días a las cinco y trabajaba hasta las 12. Me estructuraba el día. Entrenaba por las tardes. Trabajar con mis manos, un trabajo ingrato, tenía sentido. Me permitía hacer algo sin pensar en lo que hacía, y me permite pensar ahora que soy un privilegiado por poder ser ciclista”, dice. “No necesitaba la lonja para vivir. Era ciclista, pero solo corría los fines de semana. El resto de los días me aburría solo en casa. Tenía que hacer algo. Era una vida simple. Menos estrés. A veces la echo de menos”.
El estrés, la ansiedad, le hacía vomitar la víspera de las carreras, no le dejaba dormir, le cerraba el estómago. Al despertarse se quedaba un par de horas tumbado en la cama pensando solamente en todo lo que podía salir mal durante el día. “Me presionaba mucho. No me permitía fracasar”, dice. “Sigo con miedo, pero he aprendido a canalizarlo”.
En invierno de 2018, los técnicos del Jumbo van a Dinamarca a fichar a Mikkel Honoré, pero alguien les dice que el bueno es Vingegaard, que no se equivoquen. El chico de la lonja les muestra sus Stravas del Coll de Rates, les sorprende en sus test de potencia. Le fichan. Le mandan a sus túneles del viento en Eindhoven, donde logran ahorro de vatios tocándole mil detalles. Le preparan en su Mentalen Academy para superar sus problemas. Le hacen crecer. Pero no lo logran tanto como Trine, su chica, la que le da dos tortazos en el ego cuando se pone tonto, la que le dice que no es el centro del mundo, que todo el mundo se pone nervioso, que no exagere. Es ella la que le convierte en el danés tranquilo que gana el Tour. Es ella la que recibe sus primeras llamadas nada más terminar las etapas. Sus besos. Su amor único, y final.
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