Vingegaard resiste los ataques de Pogacar en Mende y mantiene su ventaja como líder del Tour de Francia
Victoria en la cuesta del aeródromo del australiano Michael Matthews, el mejor de una fuga en la que entraron Luisle y Marc Soler
Lejos de Mende, Pogacar amaga un Jalabert que interrumpe los bostezos, los cafés se atragantan y a Vingegaard se le acelera el pulso. Es un segundo. Acaban de dar las 12. A la etapa le quedan 180 kilómetros. Al instante se frena la taquicardia, regresan los bostezos, la fuga se conforma, Luisle y Soler entre los 23, los ciclistas se refrescan como pueden. En Mende, en la alfombra amarilla de la cuesta, el Jalabert Jalabert lo hace, espectacular, el mejor de la fuga, Michael Matthews, un sprinter de 31 añ...
Lejos de Mende, Pogacar amaga un Jalabert que interrumpe los bostezos, los cafés se atragantan y a Vingegaard se le acelera el pulso. Es un segundo. Acaban de dar las 12. A la etapa le quedan 180 kilómetros. Al instante se frena la taquicardia, regresan los bostezos, la fuga se conforma, Luisle y Soler entre los 23, los ciclistas se refrescan como pueden. En Mende, en la alfombra amarilla de la cuesta, el Jalabert Jalabert lo hace, espectacular, el mejor de la fuga, Michael Matthews, un sprinter de 31 años que se escapa y sube –ya lo demostró el australiano ganando en Montecassino en el Giro de 2014, un final similar—y baja y acelera en el aeródromo para ganar, y en la meta cuenta que su hija de cuatro años ya sabe por qué monta en bicicleta.
Doce minutos después, en la misma pista, Pogacar intenta un Indurain, que este 16 de julio cumple años (58 ya) y en Mende 95, sufrió ante el verdadero Jalabert y resucitó. El esloveno, volcán explosivo en cuestas talladas para él, transforma en un tándem hermoso, blanco-amarillo, dos corazones, dos bicicletas, un único ritmo, su duelo esperado con el efusivo Vingegaard, pegado a su rueda como adherido por magma pegajoso. El mundo, el resto del Tour, muy lejos, otra galaxia, un universo de supervivientes. En él pelea Enric Mas, que cede unos segundos a unos cuantos –Gaudu, Nairo, Thomas, Yates—y mantiene el pulso con Bardet.
El Tour acelera hacia los Pirineos atravesando Occitania, la Francia donde la tierra quema y el viento llega de África, repechos sin fin, asfalto de grano gordo. El revuelo de los pedales salpica las camisetas.
Los altibajos morales, la vida, la desesperación, la alegría, determinan las contracciones de los músculos, y la respuesta hormonal, o quizás es al revés, y tanto Tadej Pogacar, su propio corazón loco y sus piernas huecas el miércoles, ascendiendo en Granon, como Jonas Vingegaard, y una salida alterada a su pesar, el sábado, podrían afirmar una cosa y su contraria.
El día comienza con el recuerdo de una infamia que tocó a la esencia del ciclismo, un velódromo, y una forma de vida que se acababa, la memoria de los 80 años que se cumplen de la redada del Vel d’Hiv, Velódromo de Invierno de París, en rue Grenelle, junto al Sena, donde las tropas nazis encerraron entre el 16 de julio y el 22 de julio de 1942 a 13,000 de judíos antes de deportarlos a Auschwitz campos de exterminio. De la memoria de la tragedia que oscureció para siempre el templo de la diversión y los Seis Días, noches de champán y vodevil, y competiciones de puntuación, eliminación y Madison 24 horas al día, y dejó tocado al ciclismo, el pelotón salta, nada, cinco kilómetros de etapa desde la salida de Saint Étienne, a Firminy, una ciudad de 18.000 habitantes, donde el alma se serena y se alegra, y agradece su capacidad de apreciar la belleza, al pasar por delante de la iglesia de San Pedro, el estadio de atletismo y la casa de cultura, hormigón que parece de plástico, tan bien lo modela Le Corbusier. La materia se hace forma pura, y luz, se trasciende, la ciudad, muerta tras el cierre de las minas y de la acería, revive, y, coincidencia o no, la policía cree que las coincidencias no existe, las piernas de Pogacar sienten ahí, justamente, una explosión de euforia que le llevan a acelerarse en la cuesta de San Justo, que allí se inicia. Su movimiento, su ataque inesperado, una descarga de alegría, un aviso, pilla descolocado a Vingegaard, que tarda en reaccionar, y el tiempo se suspenden unos minutos, hasta que el líder danés no regresa. Pero su Roglic se queda un rato.
No es una chispa que haga explotar un polvorín, la euforia se consume en sí misma y no deja secuelas, aunque sí señales. “Se trataba de meterle presión desde el principio”, dice Pogacar. “De asustarle”. Y así seguiré todo lo que queda de Tour”. Roglic regresa. Los pulsos se calman. Tran tran del Jumbo, salmodia de pedales entre pinos negrales y ríos encajonados, profundos, donde viven las sombras. En una rotonda, fea, como las españolas, el homenaje a la lenteja verde, la reina de los lugares, media docena de engendros representando lentejas coronadas sentadas en tronos marean a quien las mira al girar. Los jumbos caen uno a uno. Roglic no aguanta más. Al pie de la cuesta final, Vingegaard está solo.
Los antiguos desconfiaban de las explosiones de euforia, que consideraban una señal inequívoca de la llegada del hombre del mazo, la pájara. Pogacar experimentó esa verdad el miércoles descendiendo el Lautaret hacia su martirio en el Granon. El esloveno mira a la cámara de la moto del directo, que se pone a su altura, sonríe y hace el gesto de quien acelera una moto, estoy que me salgo. Gianetti, su director, ciclista viejo, desde el coche le dice que no se vuelva loco, que espere, que no se acelere. Lección no escuchada. La pájara le visitó poco tiempo después. Demasiado instinto que, afortunadamente, no escucha a los antiguos, no cree en las señales y se deja llevar siempre por el deseo que le marca su estado de ánimo, su euforia. Como su sombra, como la otra cara de su moneda, Vingegaard, quien no actúa a golpes de euforia, sino de raciocinio no se despega nunca ni en los pasajes más estrechos de la subida, entre aficionados exaltados que les roban el horizonte, acaban formando un tándem inseparable, y en los planos frontales, tan acoplado va el danés, parece que solo marcha Pogacar, ascendiendo al aeródromo de Mende, anticipo de los Pirineos que vendrán. Son, reducido a cuatro ruedas, todo el Tour de Francia, y toda su historia de duelos, decepciones, errores, locuras.
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