El Pedro Ferrándiz más humano
En la despedida, la persona se impone al personaje, convirtiéndose para nosotros en el padre que nunca quiso ser
En los últimos años, siempre que pasaba por Alicante o cerca, visitaba a nuestro entrenador de toda la vida. Quería saber de él en primera persona. Se había escurrido sigilosamente por la esquina del escenario de la popularidad. Yo le rescataba para todos los que desde Madrid le queríamos.
Pedro Ferrándiz hizo mucho ruido mientras estuvo en su mundo, sin embargo, cuando intuyó el momento —”ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar”— se recluyó en su Alicante natal, donde intuía su origen universal, rodeado por su...
En los últimos años, siempre que pasaba por Alicante o cerca, visitaba a nuestro entrenador de toda la vida. Quería saber de él en primera persona. Se había escurrido sigilosamente por la esquina del escenario de la popularidad. Yo le rescataba para todos los que desde Madrid le queríamos.
Pedro Ferrándiz hizo mucho ruido mientras estuvo en su mundo, sin embargo, cuando intuyó el momento —”ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar”— se recluyó en su Alicante natal, donde intuía su origen universal, rodeado por sus amigos Luís del Castillo y Toni Cabot, la señora que lo cuidaba y su reducida familia.
Su rostro, siempre en guardia, se relajó con el reflejo del mar Mediterráneo que él reivindicaba como suyo, y de la hospitalidad hizo su bandera para la gente que le quería. Allí, en su terraza, el Ferrándiz personaje se rindió al Pedro cercano, amable, casi familiar, si es que eso fuera posible. Como un padre pródigo que decidió ejercer de lo que nunca antes había sido.
Lo vi cinco o seis veces, repasamos nuestra vida en común, recordamos muchos momentos y creíamos arreglar la vida, el mundo, el baloncesto, mientras su arroz con pollo y conejo se convertía en un maná espiritual que nos retrotraía a aquellos años de inmensa felicidad. Felicidad y exigencia. Pedro fue muy especial siempre, y fiel a su autenticidad lo ha sido también en el momento de su muerte, alejado de todo y de todos. Fue siempre muy exigente, en lo deportivo y lo relacional, y todos lo respetábamos, como si el respeto fuera su forma de querernos, la forma de quererle. Siempre teníamos la sensación de no llegar al mínimo para merecer su reconocimiento.
Siempre retador, hacía de cada situación un duelo donde sólo podía ganar uno, y no era bueno ganarle. Pero con el tiempo, que todo lo cura, tiró el revólver y le hizo abrir la mano. Una mano abierta que se ofrecía como si necesitara recobrar el calor de otras manos, de los abrazos que quedaron por dar en tantos años.
En la despedida, la persona se impone al personaje, convirtiéndose para nosotros en el padre que nunca quiso ser. Liberando las emociones que nunca quiso expresar y el amor que contuvo hacia nosotros, hacia la vida brotando como esencia como un homenaje, como el lazo de sangre que siempre necesitó y que hoy nos une para siempre en nuestro recuerdo. Obligados a mirar hacia delante, hoy vuelvo —volvemos— la vista atrás para mirar al pasado y verte con nostalgia, y dejar que ocupes nuestra mente, pero sobre todo nuestro corazón. Donde estés, sé que nos sentirás contigo, así como tú no nos abandonarás mientras el último de nosotros recuerde a aquel entrenador bajito que se empeñaba en no querernos.
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