El Jumbo desnuda sus ambiciones y la debilidad de Roglic en el Tour de Francia
Victoria del maillot amarillo, Wout van Aert, tras un ataque en un monte a 11 kilómetros de Calais en el que el esloveno no pudo aguantar su ritmo
La naturaleza imita al arte y Wout van Aert y sus jumbos le echan una mano a la naturaleza, que, en los acantilados de Calais, en Cassel, en los montes testigo de Flandes, se cree Miguel Ángel, nada menos, o Van Aert. Ese bloque de mármol tiene encerrado un David y para liberarlo solo se necesita quitarle la piedra que sobra, veía el genio renacentista, que agarraba el escoplo y el martillo y terminaba la faena, como la na...
La naturaleza imita al arte y Wout van Aert y sus jumbos le echan una mano a la naturaleza, que, en los acantilados de Calais, en Cassel, en los montes testigo de Flandes, se cree Miguel Ángel, nada menos, o Van Aert. Ese bloque de mármol tiene encerrado un David y para liberarlo solo se necesita quitarle la piedra que sobra, veía el genio renacentista, que agarraba el escoplo y el martillo y terminaba la faena, como la naturaleza, ante el paisaje sereno que se acerca al mar de un salto sobre unas paredes de 100 metros, verticales, verticales, de margas blancas, de calizas, los esqueletos calcáreos de millones y millones de moluscos, y brillan en la oscuridad, blancos, blancos, decide que allí hay un monte, y ordena a sus ríos, al viento, a todas las fuerzas de la erosión, que trabajen, que eliminen la tierra que sobra, que den forma basta a un monte para que millones de años después, otro Miguel Ángel, un belga sobre dos ruedas y unos pedales que mueve con furia y potencia admirables le dé los últimos toques, lo refine, lo convierta en un monumento que, como el David, deja a todos con la boca abierta y a Philipsen, que gana el sprint del pelotón 8s después, con cara de tonto por celebrar la que creía su victoria.
Todos le disculpan al sprinter belga. Lo que hizo Van Aert de amarillo tan brillante como el blanco de los acantilados nadie podía creérselo. Es normal que no piense que no había nadie delante. Cuatro etapas de Tour, una contrarreloj, dos sprints, un ataque. Van Aert: segundo, segundo, segundo, primero. “Dicen que la tercera ya tocaba”, se ríe, por fin, sin sombras en sus ojos, el a veces meditabundo flamenco. “Pero lograrlo a la cuarta tampoco está mal”.
El arte verdadero exige al artista desnudar su alma, quitarse de encima todo lo que le oculta, someterla sin miedo, casi exhibicionista, al juicio de todos, al análisis de sus rivales, que la estudian y saben, y le temen más o aprenden a dominarlo, y al Jumbo le da igual. No temen a nadie, ni a Pogacar, que, mal colocado, se queda en tierra de nadie cuando el ataque colectivo, definitivo, de la subida al Cabo de la Nariz Blanca que tan bien conocen los habituales de los Cuatro Días de Dunkerque, su asfalto engañoso, el viento que sopla por todos los lados, las banderas despendoladas. En Dunkerque, ya lo saben todos. Como Marc Gómez, el ganador increíble de la Milán-San Remo de 1982, Van Aert viste el mono de contrarreloj, todo de una pieza, sin bolsillos, solo las dos pegatinas de los dorsales, agitadas por el viento, en la espalda, puro aerodinámico. El mono de atacar. Desnudo, el mono sobre el que resbala el aire y el sudor, delante de todos, ataca, y desnuda a su equipo. Su amigo Van Hooydonck acelera al pie del cabo, su otro amigo Benoot le toma el relevo. A su espalda, Vingegaard, Roglic, los jumbos que quieren ganar el Tour, y Adam Yates, peligroso. Nadie más Ni Pogacar, ni Mas, también descolocado, ni ningún otro aspirante. “Era la jugada prevista”, dice Van Aert. “La teníamos pensada desde hace semanas. El plan era doble. Mi etapa y un golpe en la general”. Todo se queda a medias cuando Roglic se abre. El esloveno no resiste el ritmo de Benoot. Vingegaard, muy fuerte, sí. Van Aert no duda. Es su turno. Se va a por la etapa. Pasa solo por la cresta porque Vingegaard, inteligente, no releva a Yates, que se queda también cortado. Le quedan 11 kilómetros. Un corto descenso, unas rectas, y el viento. Nadie le puede alcanzar.
Vingegaard es el hombre. Van Aert homenajea a su patrocinador personal agitando sus brazos como alas al cruzar la meta. “El maillot amarillo me da alas”, dice, y se ríe por su ocurrencia también pensada desde hace meses. Todo su equipo, ágil, le felicita. Qué espíritu. Abrazos de uno en uno.
El ataque del Cabo hacia Calais, ya ensayado, con éxito, en una cuesta de la París-Niza hace cuatro meses, preanuncia el pavés del miércoles que tiene preparado el Jumbo. Y Van Aert, con altavoz, lo repite, para que tiemblen los flojos, para que se preparen el mundo y Pogacar. “Queremos ganar la etapa y también que Roglic y Vingegaard ataquen la general”, dice. “Lo queremos todo”. Sin miedo. Alma desnuda. Todos saben que al llegar de Dinamarca, el lunes, todo el equipo se fue a entrenar de nuevo a los 11 tramos, 19 kilómetros, del pavés para estrenar unas bicicletas con un cuadro menos rígido, más absorbente. Y para más cosas, sospechan. Ambiciones sin límite. Miguel Ángel del ciclismo. Y la boca abierta de todos le saluda.
Los UAE, que no pueden contar, positivo por covid, con Matteo Trentin, su experto en pedruscos, confían tanto en la habilidad y el talento de bailarín en los montes de Flandes de su Pogacar como en el dispositivo de más de 20 personas apostadas con material de recambio y avituallamiento en los 11 tramos de pavés para contrarrestar la posible mala suerte, y también lo que más temen, lo que hagan los Jumbo de Van Aert imparable. Mauro Giannetti, el patrón del UAE, no cree que los Jumbo se conformen con sobrevivir en pavés. Alimenta su intuición el pasado, la forma en la que el Armstrong de Hincapié y Ekimov usaba el pavés para asustar a sus rivales, y destrozarlos, y también el presente, la manera en la que el colectivo Jumbo hizo papilla al pelotón en el kilómetro del Cabo de la Nariz Blanca, llegando a Calais. Y no necesita que Van Aert se lo diga.
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