Los Warriors, un hogar para Gary Payton II
El escolta de los Warriors, que sufrió dislexia de pequeño, recibe un galardón por la ayuda a los niños con este trastorno y se reivindica en la pista tras tirar casi la toalla
Ese “mamá, no quiero ser tonto” se clavó, como un puñal, en el alma de Monique. Tanto que jamás ha olvidado el momento. Era el verano de 2003 y volaba desde Seattle a Los Ángeles para afrontar la aventura de su marido, Gary Payton, cabeza de familia y uno de los grandes bases de su época, en los Lakers. Aquella frase de su hijo, también llamado Gary y por entonces de 10 años de edad, resumía entre llantos y dentro de aquel avión el permanente malest...
Ese “mamá, no quiero ser tonto” se clavó, como un puñal, en el alma de Monique. Tanto que jamás ha olvidado el momento. Era el verano de 2003 y volaba desde Seattle a Los Ángeles para afrontar la aventura de su marido, Gary Payton, cabeza de familia y uno de los grandes bases de su época, en los Lakers. Aquella frase de su hijo, también llamado Gary y por entonces de 10 años de edad, resumía entre llantos y dentro de aquel avión el permanente malestar que padecía. El derivado de no comprender por qué era diferente.
Apenas dos años antes, al pequeño Gary le habían diagnosticado dislexia, un trastorno que dificulta el aprendizaje de la lectoescritura y que con el que no aprendía a convivir. Su madre aún guardaba una herida abierta. Monique lamentaba la dureza con la que —sin saber lo que sucedía— había podido tratar a su hijo durante cientos de noches en las que, antes de dormir, le obligaba a leer para crear buen hábito.
Lo hacía también con sus hermanos, Julian y Raquel, en sesiones que nunca excedían la media hora y donde ella siempre servía como guía. Pero si bien con sus hermanos no había problemas, Gary se atascaba constantemente. Balbuceaba, dubitativo, víctima de aquellas líneas cuyos mensajes le costaba descifrar. Ella le exigía y el niño aún arrastraba aquella inseguridad. Más tarde, con perspectiva, consciente ya del trastorno que impedía a su hijo superar aquella en apariencia simple rutina, la que lloraría —y durante meses— iba a ser ella.
En Los Ángeles, Gary, que estudiaría en un centro especial para niños con trastornos de aprendizaje, no solo aceptaría su situación, sino que la acabó normalizando, no volviendo a aparecer lágrimas ni frustraciones asociadas a la dificultad con la que le había tocado vivir. Aquello le sirvió, de hecho, como estímulo futuro para tratar de ayudar a mejorar la vida de otros.
En Estados Unidos se estima que entre un 10% y un 15% de niños sufren dislexia. Pero Gary Payton II ofrece, desde su plataforma, un enorme apoyo para ellos. Y lo es hasta tal punto que la propia NBA distinguió recientemente al jugador de los Golden State Warriors con el Bob Lanier Community Assist Award, galardón que valora el impacto social de los deportistas en el entorno que les rodea. Y uno que, por cierto, este año ha visto alterado su nombre en honor al legendario Lanier, exjugador y referente durante décadas como impulsor de la igualdad y justicia social, fallecido el pasado mes de mayo.
El trabajo de Payton en San Francisco, desarrollado a través de su fundación, sin ánimo de lucro y centrada en la gestión familiar y educativa de la dislexia, ha merecido un reconocimiento que, para el propio jugador, reafirma la sensación de estar viviendo el año que ha transformado su vida.
Y es que muchas cosas han cambiado en solo unos meses. Sobre todo recordando que hace no tanto, a mediados de octubre, Payton afrontaba la enésima encrucijada de su carrera. La eterna conversación con su familia y, sobre todo, consigo mismo sobre qué hacer. Sobre si merecía la pena seguir. Cortado por cuarta vez en seis años y habiendo acumulado únicamente 71 partidos en cinco cursos de trayectoria NBA, con constantes desembarcos en ese banco de pruebas llamado G-League, Payton estaba listo para rendirse.
Los Golden State Warriors, con los que había disputado diez partidos (pero solo cuarenta minutos) la temporada anterior, rescindieron su contrato poco antes de iniciar esta campaña, dejándole, de nuevo, al borde del abismo. Sin sitio donde jugar, sin confianza a la que agarrarse. Payton llegó a pedirle a un conocido en la franquicia, el técnico asistente Jama Mahlalela, que intercediese por él para una vacante en el departamento de coordinación de vídeo. “Solo quería estar cerca del juego, si no podía jugar quería ayudar”, recogía en su día la periodista Kendra Andrews.
Mahlalela sabía que Payton, de enorme inteligencia defensiva y fino instinto con el detalle, podía cumplir ahí. Pero también que podía hacerlo aún más en pista. Por fortuna para Gary, no iba a ser el único: cuatro días más tarde los Warriors volverían a llamar a Payton, ofreciéndole el último puesto de la plantilla y una oportunidad en una franquicia que soñaba con volver a reinar.
Los objetivos de Payton eran mucho menos ambiciosos pero, a decir verdad, ni en sus mejores sueños hubiesen alcanzado lo ofrecido por la realidad. El jugador ha acabado formando parte activa de la rotación del conjunto de Steve Kerr. Ha disputado los mismos encuentros, solo este curso, que en los cinco anteriores juntos. Lo ha hecho con el mayor promedio de minutos (17.6) de su carrera y, sobre todo, sintiéndose valioso en un esquema que él complementa a la perfección.
La última muestra pudo verse durante el quinto partido de las Finales NBA, ante los Celtics, con la serie igualada (2-2). Fue un duelo en el que Payton, aprovechando los minutos (26) que le permitió Steve Kerr, volvió a dejar su sello. Por su perfil, una huella poco luminosa o dada al clamor popular, pero una igualmente básica para ayudar a ganar y dejar a los Warriors a un solo triunfo del título.
Sobre la pista, Payton no es ni será su padre, leyenda a finales del siglo XX e inicios del XXI y elegido entre los 75 mejores jugadores de la historia de la NBA, pero ha podido bastar una oportunidad real y estable, en un entorno que aprecia el brillo pero también el equilibrio, para darse cuenta de su valor. Ha podido, en el fondo, bastar un hogar para hacer emerger un complemento de lujo. Dentro y fuera de la cancha.
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