Van der Poel, un cometa rosa, maravilla en la contrarreloj del Giro de Italia en Budapest
El neerlandés, príncipe del ciclismo, mantiene el liderato del Giro de Italia al perder solo 3 segundos con el ganador, el inglés Simon Yates
Atraviesan el pasado, aceleran en el paseo fluvial ante el parlamento de los 40 millones de ladrillos y la luz dorada, cruzan el Danubio, se sumergen más aún en el pasado, atraviesan un jardín en el que un cura de espaldas a los fieles pronuncia el ite missa est tras terminar su servicio en latín, y salen a la luz, a una plaza con una iglesia tardogótica que cobra 50 euros a los que quieran ver a los corredores desde su azotea y restaurante de Jamie Oliver en el que los turistas del mismo pueblo de ...
Atraviesan el pasado, aceleran en el paseo fluvial ante el parlamento de los 40 millones de ladrillos y la luz dorada, cruzan el Danubio, se sumergen más aún en el pasado, atraviesan un jardín en el que un cura de espaldas a los fieles pronuncia el ite missa est tras terminar su servicio en latín, y salen a la luz, a una plaza con una iglesia tardogótica que cobra 50 euros a los que quieran ver a los corredores desde su azotea y restaurante de Jamie Oliver en el que los turistas del mismo pueblo de cualquiera de los ciclistas que se cree único, en su burbuja de esfuerzo, sudor, dolor, velocidad, comen pizza y pasta. Y piden otra cerveza y aplauden a Simon Yates, que gana la etapa, menos de 12 minutos con el corazón a 180, ocho kilómetros llanos, 1,3 en cuesta, y Van der Poel, que, fascinante siempre, alcanza de nuevo el agotamiento absoluto.
Han pasado ya los tiempos optimistas, cuando se asfaltaban las piedras para que la bicicleta fuera más rápida. Pasados unos años la humanidad ya empezó a ser consciente de que sin arraigo en el hueso del pasado el futuro era una filfa. Se desasfaltaron los caminos para que el ciclismo viviera unos años más. Y sobre las piedras antiguas, bloques de pizarra negra desiguales en la cuesta que se empina hacia la iglesia de Matías Corvinus, rey en Buda, y su torre esbelta, y sus tejados de teselas geométricas, coloreadas de rojo, blanco y verde, la Hungría romántica que se soñó república, y también Italia, vuela un cometa rosa. Un fulminante.
Es Mathieu van der Poel. Pedalea a lomos del futuro, una Canyon rosa, tan geométrica que es casi abstracta, pura forma, y se come las curvas al puro estilo Will Barta, un maestro de la trazada como Nibali, el viejo tiburón, lo es, como lo fue en Londres Cancellara. Se abre, y a la entrada del viraje lanza la bicicleta, que corre fluida delante de él, sus tubeless de 25 milímetros hinchados a 6,5 atmósferas apenas se tocan el suelo, mínima rodadura, y frenos de disco que no rozan como siempre hacen las zapatas, y él sigue acelerando y trazando, y sale más rápido aún, y al hacerlo brinda con el lactato que le chilla en las piernas, lo calma y lo vuelve a hacer chillar, y es su amigo el lactato que duerme de Dumoulin en la cuesta y lo frena, y que hace saltar al saltarín Simon Yates, más rápido que ninguno, también que el cometa rosa, pero por muy poquito, por solo 3 segundos.
Van der Poel, el príncipe del ciclismo, que mantiene la maglia rosa por 11 segundos sobre Yates, y más lejos, detrás del inglés ciclotímico, se alinean los demás planetas. Dumoulin cede 5 segundos a Yates; 18, Almeida, 19, Nibali, y detrás, apiñaditos en 9 segundos, de 24 a 33, Bardet, Carapaz y Landa.
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