Gritar Pedri
Jugadores como Pedro González aparecen de cuando de cuando sin que uno sepa muy bien cuál es el método o la fórmula que alumbra sus talentos
Pedro González López juega al fútbol con una normalidad que puede parecer absurda en estos tiempos donde todo es arabesco, tinta y perifollo. Lo hace, además, desde el diminutivo, como si todavía viviera pendiente de que su madre asome por la ventana para decretar el final del partido y mandarlo a algún recado. Porque Pedri –o así se me antoja, vamos– es voz para gritar desde un cuarto piso, pero a la orden de ya; de enseñar zapatilla cuando el niño empiece a tirar caños a las mat...
Pedro González López juega al fútbol con una normalidad que puede parecer absurda en estos tiempos donde todo es arabesco, tinta y perifollo. Lo hace, además, desde el diminutivo, como si todavía viviera pendiente de que su madre asome por la ventana para decretar el final del partido y mandarlo a algún recado. Porque Pedri –o así se me antoja, vamos– es voz para gritar desde un cuarto piso, pero a la orden de ya; de enseñar zapatilla cuando el niño empiece a tirar caños a las matemáticas, o al inglés, con la cabeza entablillada de tanto dibujar triángulos y reclamar penaltis; de apuntarlo a clases de acordeón, que nunca se sabe en qué esquina del mundo nos esperará el futuro y un hijo con buen oído para la música siempre es una bendición para unos padres hosteleros: pregunten, si no, a los míos.
Jugadores como Pedri aparecen de cuando de cuando sin que uno sepa muy bien cuál es el método o la fórmula que alumbra sus talentos. Algo de papa canaria y mojo picón debe haber en la mezcla, pues casi todos los antecedentes de su fútbol están explicados en las figuras de Juan Carlos Valerón o David Silva, modelos anteriores de replicante amable y poco dado al protocolo, de los que siempre preferirán las tareas mecánicas y hablar con los pies a falta de algo mejor que decir. Esto no significa que su mordida esté exenta de veneno, ni mucho menos. Como otros medicamentos –y Pedri lo es para unos cuantos trastornos del ánimo– también tiene sus contraindicaciones. Un exceso de exposición a su mirada de cuervo, por ejemplo, puede provocar todo tipo de úlceras entre quienes no se tomen en serio la amenaza radioactiva, que es lo mismo que ocurría con Andrés Iniesta y aquellos arqueólogos que aspiraron a explicar su reinado ciñéndose a sus tobillos: con el reglamento en la mano es más fácil hacerse daño a uno mismo que a ellos, mera cuestión de probabilidad.
Estos cara de niño (los ‘Baby face’ que dirían Rihanna o Katie Perry) llevan asociado al inicio de sus carreras un debate que casi nunca se pone sobre la mesa cuando la promesa es un bigardo de músculos acerados y varias cuartas de pecho: “hay que cuidarlo”, proclaman quienes creen que el fútbol es una especie de ballet asilvestrado. O, peor todavía, quienes sospechan que la fragilidad de un futbolista se mide en kilos o en centímetros. Incluso en vatios que, como la mayoría de las moderneces aplicadas al fútbol, tienen la gran ventaja de ser cuantificables aunque no expliquen gran cosa. ¿En qué momento dejamos de contar el fútbol para contabilizarlo, me pregunto? Por suerte, siempre aparecen futbolistas como Pedri dispuestos a explicarnos, en un segundo, la diferencia entre el sistema métrico decimal y un caño de tacón.
En algún momento tendrá el canario que cambiarse el nombre, supongo. Con el mundo del fútbol a tus pies puedes optar por la vía de la humildad, pero yo le recomendaría que se buscase un buen apelativo de archiduque húngaro. O de cantante de boleros, o de explorador… Cualquier cosa menos este diminutivo cariñoso que el Camp Nou corea como llamara a otro, como si de repente todos quisiésemos ser la madre de Pedri gritándole que suba a comer, pero sin olvidar que, por el camino, hemos perdido a Messi: hay afectos y hasta rimas asonantes que es mejor no forzar.
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