El campeón de Austria aprovecha la indiferencia de los grandes en el Tour de Francia
Pogacar y sus secundarios avanzan por los Pirineos menores con la mente puesta en las dos grandes etapas que se acercan, mientras Konrad vence en solitario en Saint Gaudens
Siguiendo el Garona hacia los Pirineos mayores, los del miércoles, en el Tour de Francia, el martes, la soledad es la audacia, la resignación busca compañía, la indiferencia no asalta a nadie aunque el pelotón de la mayoría, tan numeroso, parezca como ausente, ajeno al deseo, derrotado por un esloveno que, han decidido, corre aparte, y se divierte como un niño.
Patrick Konrad, un austriaco de 30 años, con su bandera, rojo, blanco, rojo, sobre fondo blanco en su pecho, es la audacia que engaña al miedo, se niega a ac...
Siguiendo el Garona hacia los Pirineos mayores, los del miércoles, en el Tour de Francia, el martes, la soledad es la audacia, la resignación busca compañía, la indiferencia no asalta a nadie aunque el pelotón de la mayoría, tan numeroso, parezca como ausente, ajeno al deseo, derrotado por un esloveno que, han decidido, corre aparte, y se divierte como un niño.
Patrick Konrad, un austriaco de 30 años, con su bandera, rojo, blanco, rojo, sobre fondo blanco en su pecho, es la audacia que engaña al miedo, se niega a aceptar una fuga acompañada por ciclistas más rápidos, y, como todos los que le ganaron cuando entró en fuga, otras dos veces en este Tour, como Mohoric un día, como Mollema otro, deja a sus compañeros a 36 kilómetros del final, degradé de verdes en el paisaje tan magnífico como un balayage californiano de hautte coiffure para ministra, tan suntuoso como la sombra magnífica de los plátanos gigantes en carreteras estrechas de asfalto grueso que cuando hace calor frenan las ruedas, más parapluies que parasoles el martes en los Pirineos menores, los de la trilogía Port, La Core y Portet d’Aspet. Lluvia, viento. Cielo gris en Comminges, y un final en cuesta hacia las gradas del viejo circuito de velocidad que Konrad disfruta entre aplausos de aficionados que tienen dificultades para no soltar el paraguas mientras aclaman al ganador. Ventajas de llegar solo. La recompensa de la audacia.
Tadej Pogacar no llega solo a la meta, al final de una cuesta que se llama Wimille, como un piloto de bólidos que antes de la guerra atraía al circuito de Saint Gaudens a decenas de miles de personas. Llega, como el domingo en Andorra, acompañado de los secundarios juguetones, solidarios, siempre pegaditos unos a otros, casi un cuarto de hora después. Ajeno a sus preocupaciones, él, cuenta, no entiende que se hayan vuelto todos locos e una cuesta de 800 metros a ocho kilómetros de la meta. Él ve acelerar a Van Aert, sherpa de Vingegaard, de todos los corderitos, y sigue las ruedas, se va con ellos por si acaso, y al final les esprinta y les gana. Explica que lo hace para divertirse, que necesitaba darle alegría a sus piernas, probarlas, hacerlas girar rápido. Y los otros, los siete, entre ellos Enric Mas y Richard Carapaz, que pelean por acompañarlo en el podio de París, no saben qué pensar.
Tampoco Pogacar sabe lo que piensan. “No sé si me temen, no sé lo que dicen de mí, no puedo estar en sus cabezas para saber qué piensan de mí”, dice, y no le importa regalarles razones para caerles mal, a ellos y a Superman, quien por primera vez en todo el Tour, bajo la lluvia que odia, sin el sol que le da fuerzas, se atreve a ponerse delante de todos y acelera. Es en el col de Port, a 120 kilómetros de la meta, es una invitación del colombiano a la fuga de otros maltratados por la fortuna. Cuatro pedaladas más adelante, oye ruido a su espalda, se vuelve y aterrado descubre que quien le sigue es el mismísimo Pogacar, el que le frena, le devuelve a la masa. “Pero no fue para tanto”, se ríe Pogacar. “Estaban todos los revoltosos delante y pensé que lo mejor era acelerar y frenarles un poco, pero en Superman ni pensé”.
Con la cabeza y la mirada en la etapa del día siguiente, el más duro del Tour, pasan todos sin prestar atención por lugares cuyo solo nombre, el sonido de sus sílabas, acelera el corazón de los viejos aficionados, aunque el descenso de la Envalira de las pesadillas de Anquetil, de la depresión de Pereiro, se haga en la neutralizada. La historia, la bruma, sin embargo, les empapa, y llegados al kilómetro cero, ya bien entrados en Francia, todos se paran para ponerse ropa seca. Al Portet d’Aspet, y el memorial a Casartelli, llega Alex Aranburu, la mirada clara de sus ojos claros, a juego con el azul claro de su maillot Astana, moviéndose inteligente en la fuga, entonces, audaz, después resignada. Pelea el debutante guipuzcoano en los puertos con grandes cilindradas, con Colbrelli y su maillot tricolor y su bici tricolor, homenaje a su selección de fútbol, y Matthews; con escaladores como Gaudu, superado. Resiste hasta el final Aranburu, al que aconsejan en su equipo Omar Fraile y Ion Izagirre, dos viejos ganadores de etapa en el Tour (los dos últimos españoles, de hecho, que han ganado algo; Izagirre, en la Joux Plane, en 2016; Fraile, en Mende, en 2018), pero nunca está cerca de imitar a sus maestros.
En los Pirineos mayores, ni resignación ni fuga, trabajo para Aranburu (a cuidar de Lutsenko), y sudores fríos para todos. Salvo para el líder, se supone.
Pogacar ama la lluvia y el frío. El día de Andorra, tan caluroso, tanto sol, confesó que dormía mal por el calor, que tenía la piel quemada y le escocía mucho, tan rubito y blanquito, como la blanca leche, es. Quiere frío. Quiere lluvia., Lo proclama en alto y, en manga corta siempre, pide perdón a sus compañeros en el pelotón, que tiritan pese a abrigarse con chalecos y maldicen. “¡Qué bueno hace!”, dice, mira a las nubes que no paran de gotear y respira fuerte, “y espero que mañana \[por hoy\], el día más duro de todo el Tour siga este tiempo”.
Sus deseos son órdenes, y más, en el col de Portet, 2.215 metros (16 kilómetros al 8,7%), la subida más dura de las tres semanas, no solo tendrás lluvia, sino que hasta te daré algo de nieve, para que tu amarillo resplandezca más, le responde quienquiera que sea el responsable de que, en estas épocas de calentamiento global, en los Pirineos unos días se abrasen las palomas que intentan volar y al siguiente hasta los osos pasen frío, y, entre medias, temporales que hacen que Andorra parezca Barbados, vendavales y árboles caídos.
Si algo necesitaban para terminar de desanimarse aquellos, que, a más de cinco minutos de distancia el más cercano, quieren seguir creyendo, lo tendrán por partida doble.
”Tengo ganas de llegar a los Pirineos y probarme en las montañas. La 17ª [el miércoles] es la etapa más dura. Y no me olvido de la 18ª [Tourmalet y Luz Ardiden]. De todas formas, si tienes un mal día, todas las etapas son complicadas”, dice el líder, quien hasta ahora solo ha pasado una pequeña crisis en el Mont Ventoux. Y muchos no creen ni que lo fuera, sino que hizo teatro para no parecer un abusón. “Pero, no”, precisa. “En el Mont Ventoux Vingegaard me llevó a mi límite y me pasé. Pero los demás días, OK. Iré día a día, pero si encuentro una oportunidad para sacar más tiempo, la aprovecharé por si un día pierdo 10 minutos en una etapa. Pero, claro, lo suyo es ir a la defensiva... Bueno, ya veremos como me siento día a día. Puede pasar de todo”.
Puede que hasta nieve, y que la inspiración que le da el frío al Charly Gaul del siglo XXI decida por encima de su voluntad.
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