La última milonga del fútbol
La malla invisible que envuelve al fútbol se va tejiendo así, a base de pequeñas conquistas emocionales que nada tienen que ver con la razón o los datos
Empieza uno por cantar el primer gol y acaba tragándose todas las milongas posibles: que el fútbol es cosa de hombres, que se puede cambiar de casa o de pareja pero no de equipo, que el Barça es más que un club, que a esto juegan once contra once y siempre gana Alemania, que el mundo se paraba cuando Maradona pinchaba el balón o que nadie negociaba tan fuerte como Gaby, la primera esposa de Bernd Schuster. Todos necesitamos algo en lo que creer y el fútbol se encarga de escribirnos un Nuevo Testamento cada temporada, de ahí que multiplique fieles en todo el mundo a un ritmo que ya quisiera par...
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Empieza uno por cantar el primer gol y acaba tragándose todas las milongas posibles: que el fútbol es cosa de hombres, que se puede cambiar de casa o de pareja pero no de equipo, que el Barça es más que un club, que a esto juegan once contra once y siempre gana Alemania, que el mundo se paraba cuando Maradona pinchaba el balón o que nadie negociaba tan fuerte como Gaby, la primera esposa de Bernd Schuster. Todos necesitamos algo en lo que creer y el fútbol se encarga de escribirnos un Nuevo Testamento cada temporada, de ahí que multiplique fieles en todo el mundo a un ritmo que ya quisiera para sí cualquiera de las otras religiones.
El otro día escuché a alguien decir que las mejores mentiras son aquellas que contienen un noventa por ciento de verdad. Me pareció una gran frase, quizás la que mejor define a un deporte en el que nada es del todo cierto, al menos no durante mucho tiempo. El fútbol, como las grandes modas, se compone de sentencias transitorias con aspecto de inamovibles, un poco como las letras de los Back Street Boys o la riñonera. “Esto es lo más práctico que hay”, decía tu padre enganchándose aquel bolsito a la cintura antes de salir del hotel, durante las primeras vacaciones en Torremolinos. Y tú, que eras un niño y creías en él sobre todas las cosas, no parabas de dar la lata hasta que te compraban una igual o parecida, como no dejaste de dar la lata hasta que te llevaron a Pasarón por primera vez o te compraron la camiseta sin nombre de Futre, a pesar de que ser del Barça y vestir los colores del Atleti pareciera cosa de raritos. “El equipo del pueblo”, te defendías como gato panza arriba en una aldea de 500 habitantes por no entrar en más detalles, totalmente convencido de que la palabra pueblo significaba otra cosa y sentando las bases de lo que, décadas más tarde, se conocería como el 15M.
Mi abuela Saladina, cuando me veía agobiado por el acoso del madridismo, contaba una de esas mentiras que son noventa por ciento verdad: “el Barcelona tiene dos Recopas y el Madrid ninguna”. Aquello me reconfortaba de un modo extraño, suficientemente mayor para diferenciar la plata del oro pero lo bastante niño como para seguir creyendo en otro tipo de tesoros. La malla invisible que envuelve al fútbol se va tejiendo así, a base de pequeñas conquistas emocionales que nada tienen que ver con la razón o los datos. Al crío de Leicester que vio a su equipo conquistar la Premier League de 2016, o la FA CUP de este mismo año, no le importa si se trata del comienzo de algo mayor o el final de un dulce sueño, como no les importó a los niños de A Coruña que hoy se arrancan las primeras canas esperando volver a Riazor para ver un Deportivo-Compostela. Cada cual vive su propia milonga como le place y ese es el gran secreto del fútbol: no los presupuestos millonarios, ni los estadios faraónicos, ni las Superligas por invitación, ni los fondos de inversión. Porque una cosa es que nos guste vivir el fútbol como niños, crédulos perdidos, y otra muy distinta que nos tomen por gilipollas.
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