La cultura del espejismo

La foto de Piqué y Mbappé es un aviso de que el fútbol español empieza a languidecer a marchas forzadas, pese a que sigamos mirando a la Ligue One con cierta condescendencia

El defensa del FC Barcelona Gerard Piqué, durante el partido de ida de los octavos de final de la Liga de Campeones ante el París Saint-Germain.Alberto Estévez (EFE)

Arrancó Kylian Mbappé en estampida y Gerard Piqué trató de agarrarlo sin demasiada fortuna, como esas madres que ven al niño enfilando la puerta y apenas alcanzan a puntear con los dedos alguna doblez en su jersey. Una vez más, al Barça se le escapaba la vida entre los dedos y la instantánea no hacía más que refrendar, mediante imágenes, la sensación generalizada de que este equipo lleva demasiados años persiguiendo sombr...

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Arrancó Kylian Mbappé en estampida y Gerard Piqué trató de agarrarlo sin demasiada fortuna, como esas madres que ven al niño enfilando la puerta y apenas alcanzan a puntear con los dedos alguna doblez en su jersey. Una vez más, al Barça se le escapaba la vida entre los dedos y la instantánea no hacía más que refrendar, mediante imágenes, la sensación generalizada de que este equipo lleva demasiados años persiguiendo sombras y con los recuerdos del pasado como único sostén. Aquel Piqué de zancada prodigiosa e intuición colosal, inabordable en sus mejores campañas incluso para futbolistas igual de centelleantes que Mbappé, comenzó a perder sus duelos con el francés mucho antes de comenzar el partido, puede que años atrás, cuando al abrigo de un nuevo triplete se instaló en el club la cultura del espejismo.

Creo –hablo de memoria– que fue el mismo año en que Rafa Benítez, entonces técnico del Real Madrid, se plantó ante los micrófonos de la sala de prensa para tratar de justificar el enésimo meneo del Barça en el Santiago Bernabéu con una frase memorable: “Queríamos apretar, queríamos atacar, pero no nos ha salido”. Querer por querer, digan lo que digan los manuales de autoayuda, es un pequeño suicidio consentido. En el mundo del deporte profesional no basta con desear, una proclama infantil que a menudo solo sirve para enmascarar todo tipo de disfunciones a distintos niveles, como ha sucedido con el equipo azulgrana durante los últimos meses.

Tras varios años de obsolescencia programada, la irrupción de jóvenes talentos como Pedri, De Jong o Araujo había revitalizado a un equipo que parecía doblegar la curva del desencanto para instalarse en un escenario primaveral –ahora sabemos que antes de tiempo, como si el calendario y la meteorología no hubiesen dejado pistas suficientes–, dispuesto a dar la batalla frente al actual subcampeón de Europa y, ya de paso, dejar volar la imaginación. Atrás quedaba la planificación deficiente de las últimas temporadas, los fichajes millonarios basados en especulaciones comparativas (Dembélé se parecía más a Neymar que Mbappé, Arthur era el nuevo Xavi, Coutinho podía jugar a ser Iniesta) o los desequilibrios internos provocados por tantas tramas diferentes que uno ya no distingue entre el Barçawaite y Braithgate. Querer sí quiso, eso no se le puede negar al equipo de Koeman, pero se topó de frente con un equipo armado con la capacidad redoblada de querer y poder.

Y sucede también que el desplome del Barça va más allá de su propia desgracia. Es LaLiga, ese conjunto vacío de eslóganes bien trabajados, la que se enfrenta a un futuro poco halagüeño en la gran competición continental. La foto de Gerard Piqué y Kylian Mbappé también es un aviso de que el fútbol español empieza a languidecer a marchas forzadas, de que ya no hay tanta diferencia entre nuestro campeonato doméstico y una Ligue One a la que, todavía hoy, se sigue mirando con cierta condescendencia. Le guste o no a la RAE, nuestro fútbol está consiguiendo que ombliguismo funcione como sinónimo casi perfecto de espejismo y pronto ya no podremos presumir ni de cultura: el último refugio inviolable del perfecto hincha español.

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