La revolución a ninguna parte de Joachim Löw
El seleccionador alemán, muy criticado, encara un fin de ciclo tras 14 años
El desastre de Sevilla puede haber adelantado la fecha de caducidad de Joachim Löw, el oxímoron andante de la historia del fútbol alemán. Presunto revolucionario triunfal en un país reacio a las revoluciones (cuando no son tecnológicas), el seleccionador germano, de 60 años, ha comenzado a recibir invitaciones para presentar su dimisión. El carácter frío y calculador de los germanos y el respeto por la obra de Löw, que se prolonga desde hace 14 años y se vio trufada por la conquista de la...
El desastre de Sevilla puede haber adelantado la fecha de caducidad de Joachim Löw, el oxímoron andante de la historia del fútbol alemán. Presunto revolucionario triunfal en un país reacio a las revoluciones (cuando no son tecnológicas), el seleccionador germano, de 60 años, ha comenzado a recibir invitaciones para presentar su dimisión. El carácter frío y calculador de los germanos y el respeto por la obra de Löw, que se prolonga desde hace 14 años y se vio trufada por la conquista de la Copa del Mundo en Brasil 2014, impiden que se formen pelotones de fusilamiento. Pero Alemania desayunó masticando una sensación de fin de ciclo imponente y probablemente irreversible.
Alemania no encajaba un 6-0 desde 1931, desde un olvidado enfrentamiento con la Austria de Sindelar en pleno ocaso de la República de Weimar y aquel pandémico desempleo germen del nazismo. Por aquellas fechas, el fútbol, en el fondo, no existía. A diferencia de hoy, con la selección convertida en símbolo de un orgullo nacional presuntamente ilustrado y, ahora, herido. Sevilla ha hecho estallar un fenómeno llamado Angst, el miedo, en este caso al futuro, que suele ser el mejor abono para fuerzas reaccionarias. Y que explica que ahora resuenen, a modo de eco de la debacle andaluza, nombres de prejubilados: Mats Hummels, Jérome Boateng y Thomas Müller, todos ellos mayores de 30 anos y descartados por Löw tras acabar en una cuneta rusa, es decir, eliminado en la primera ronda del Mundial de 2018 tras enfrentarse a México, Suecia y Corea del Sur.
La derrota ante España marca un antes y un después, y de nada sirve que Joshua Kimmich, el mediocentro del Bayern Múnich, haya estado siguiendo el partido desde el sofá de su casa, postrado por una lesión. Poco a poco, crece la sospecha de que el triunfo de Brasil 2014 se sostenía en dos muletas importantes, dos ingenieros en la sombra que están fuera del alcance de Löw. Por un lado, Hansi Flick, en su momento asistente de Jogi y ahora entrenador del Bayern de Múnich. Por otro, Pep Guardiola, que por aquel entonces ejercía no sólo como técnico del mismo Bayern, sino también —él sí— de revolucionario del fútbol alemán. La mitad del equipo que fregó el piso de Belo Horizonte con la camiseta de Brasil (7-1) y luego venció en Maracaná a la Argentina de Leo Messi se había nutrido de las ideas de Pep.
Posibles sustitutos
Salvo la proclamación de una renovación que no ha llevado a ninguna parte, no se le conoce una innovación reciente a Löw, que tiene contrato hasta el Mundial de 2022. Peor aún: en tiempos de la covid, Löw se refugió en su patria chica de la Selva Negra, y no dio mayores noticias salvo desarrollar ideas esotéricas sobre la pandemia (“una venganza de la naturaleza”, dijo). A ojos de la opinión pública, acentuó la imagen del técnico hedonista cada vez más cuestionado. A estas alturas, Löw parece estar más pendiente de cuidar su aire de escritor existencialista de jersey negro de cuello vuelto que de descifrar rivales y diseñar estrategias. Y sin embargo la federación alemana (DFB) le mantiene en el banquillo.
La duda ofende, vino a decir el director deportivo Oliver Bierhoff, al ser consultado si ratificaba a Löw. Entre otros motivos porque falta tiempo para instalar un nuevo proyecto. Pero los vientos empiezan a cambiar. Tras el Mundial de Rusia, Bierhoff aún contaba con la complicidad del siempre influyente diario Bild para mantener a su amigo Jogi en el cargo. Ya no.
Sucesores en potencia no le faltan a Alemania. Tiene técnicos de renombre y valía acreditada, muchos incluso. Pero Jürgen Klopp (Liverpool), Thomas Tuchel (PSG) o Julian Nagelsmann (Leipzig) parecen demasiado entusiasmados con sus trabajos actuales como para pensar que puedan sentirse tentados por un cargo tan alejado del tajo diario como el de seleccionador. Corren rumores de que Flick está disgustado por el hecho de que el Bayern dejara marchar a Thiago y le muestre la puerta de salida a Alaba. Y luego está Ralf Rangnick, un sabio del fútbol, que, sin embargo, tiene una justificada fama de revolucionario. Y eso le convierte en sospechoso, a ojos al menos de una federación que lleva demasiados años dando tumbos.
Cuatro presidentes ha gastado la DFB en la última década; los cambios se debieron a corruptelas que pesan mucho en una organización que, con más de seis millones de socios, es algo así como un organismo público. La pandemia ha provocado una merma de ingresos importante; los problemas para llenar los estadios ya eran significativos cuando nadie ni imaginaba que existía algo llamado covid.
El alienamiento de los hinchas alemanes es fruto no sólo, pero también, de un discurso propio de las escuelas de negocio: más que director deportivo, que en sus años mozos vistió pantalones cortos y botas de fútbol, Bierhoff parece hoy un CEO de una multinacional más fascinado por los hashtags de campañas publicitarias que por su cometido original: el fútbol. Días antes del partido de Sevilla se quejaba de que la selección alemana se encontraba debajo de “una nube oscura”, que atribuyó a una prensa supuestamente hostil que no brindaba apoyo suficiente a jóvenes valores de la renovación. Sólo era la penúltima muestra de una distorsionada percepción de la realidad. Ningún talento, sea presunto o verdadero, había sido hostigado. Eso sí, Bierhoff aportó un diagnóstico certero y difícilmente corregible: “La selección ha dejado de ser el niño mimado de los alemanes”.