Seguir soñando

Los grandes clubes de nuestra liga no tienen un duro, de ahí que resulte más difícil transigir con el baile de nombres que cada día desfilan por los periódicos deportivos

Un niño con el equipaje del Barcelona camina este pasado miércoles por las inmediaciones del Camp Nou.Nacho Doce (Reuters)

Dicen los más viejos del lugar que hay un momento para todo y, en el fútbol, que es una prolongación sin mayores consecuencias de la vida, sucede algo parecido. Este ha sido un año muy particular, alterados los bioritmos naturales del aficionado por una pandemia que nos dejó sin el rush emocional de la primavera. Los distintos desenlaces llegaron a destiempo, con el cuerpo pidiendo ensaladas, espetos de sardinas y al helicóptero del Tour de Francia vigilando nuestras siestas mientras, por el camino, se nos hurtaban aquellos meses de verano que antaño dedicábamos a los fichajes, la espec...

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Dicen los más viejos del lugar que hay un momento para todo y, en el fútbol, que es una prolongación sin mayores consecuencias de la vida, sucede algo parecido. Este ha sido un año muy particular, alterados los bioritmos naturales del aficionado por una pandemia que nos dejó sin el rush emocional de la primavera. Los distintos desenlaces llegaron a destiempo, con el cuerpo pidiendo ensaladas, espetos de sardinas y al helicóptero del Tour de Francia vigilando nuestras siestas mientras, por el camino, se nos hurtaban aquellos meses de verano que antaño dedicábamos a los fichajes, la especulación, las promesas infundadas y las falsas ilusiones. ¡Menos mal que nos quedaba la baza de Messi! Y menos mal que Messi nunca defrauda. O casi nunca, vamos. El caso es que pió el genio y los últimos días de agosto volvieron a ser lo que siempre fueron: largos periodos de incertidumbre en los que dormir se convierte en una coartada para seguir soñando.

Todos tenemos algún muerto en el armario de las fantasías estivales y, lo que es peor, todos tenemos algún muerto inconfesable, de esos que conviene callar por vergüenza torera y cierto temor a la letra pequeña del código penal. El mío bien podría ser Fabio Rochemback, que me cogió en un época de transición entre la poesía y el rock industrial, entre el cruyffismo y lo que fuese aquello que vino después. De él me gustaban hasta sus orígenes, mediocentro brasileño de corte alemán nacido y criado en el municipio de Soledade, Estado de Río Grande do Sul. Con menos se ha triunfado en el mundo de la bossa nova y hay discos enteros de Sepultura en los que uno no encuentra un estribillo tan redondo como ese. La empresa no era menor. Se trataba de sustituir a Guardiola en el eje del centro del campo o reinventar el acero, tarea para la que Rochemback parecía predestinado en fondo y formas: joven, despiadado, militarizado en lo táctico y aseado en lo técnico. Tantos elogios leímos del Fabio remoto, del ídolo desconocido, que cuando lo vimos destripar el césped del Camp Nou con sus formas de bulldozer a punto estuvimos de demandar al jardinero.

Eran tiempos, también hay que decirlo, donde cualquier despropósito estaba plenamente justificado. Clubes como el Barça, o el Real Madrid, parecían tener el dinero por castigo y malgastarlo en suflés se convirtió casi en una obligación, un pasatiempo caprichoso que convertía al aficionado en apostol de lo improbable y guardián de la galaxia. Las cosas han cambiado, al menos en lo fundamental. Los grandes clubes de nuestra liga no tienen un duro en la caja, de ahí que resulte más difícil todavía transigir con el baile de nombres y caras discordantes que cada día desfilan por los principales periódicos deportivos. Algún día, las generaciones futuras tirarán de hemeroteca para demostrar a sus semejantes que sí, que también en el verano del covid-19 andaban sus semejantes ilusionándose con Memphis Depay o Georgino Wijnaldum, apenas unos meses después de que su club se acogiera a un ERTE para pagar las nóminas de algunos empleados. “Hay un momento para todo en la vida”, nos disculparán los más viejos del lugar. Y es que para eso están los abuelos, los clubes de fútbol y, cómo no, el final del verano: para, literalmente, consentir.


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