Felicidad de Zidane en el vacío
El técnico francés celebra el título doméstico, su obsesión, en un estadio sin público y con mayor efusividad que las Champions de su etapa anterior
Después de ganar las tres finales de Champions, Zidane caminaba plácidamente por los campos de Milán, Cardiff o Kiev. Sonreía, como si contemplara en paz lo que le sucedía a otro. Anoche, en un estadio vacío, con apenas dos breves arrebatos de “¡Campeones, campeones!”, sin la música de fondo de la grada, el francés repartía abrazos efusivos y sonrisas gigantes, como con Ramos. O consuelos cómplices, como con Hazard. ...
Después de ganar las tres finales de Champions, Zidane caminaba plácidamente por los campos de Milán, Cardiff o Kiev. Sonreía, como si contemplara en paz lo que le sucedía a otro. Anoche, en un estadio vacío, con apenas dos breves arrebatos de “¡Campeones, campeones!”, sin la música de fondo de la grada, el francés repartía abrazos efusivos y sonrisas gigantes, como con Ramos. O consuelos cómplices, como con Hazard. Recuperaba la Liga, el título de la constancia, de las lealtades sin lugar para esconderse, el trofeo en el que el desplome del equipo en 2018 le hizo huir, traicionado.
Pero anoche, sin fanfarria, sin público, en una celebración en la que el único aplauso fue el de la propia plantilla, sin presidente de la Federación para dar la copa, la felicidad de Zidane era expansiva. El estadio estaba vacío, pero repleto de significados.
El escenario tiene su enjundia. Empezando por la razón que condujo al Madrid a exiliarse a su ciudad deportiva. La causa de estos seis partidos en el Alfredo di Stéfano la recuerda la pancarta que desde el primer día, contra el Alavés, cubre una de las gradas laterales: “En nuestros corazones”, con un crespón negro y dos escudos del club. En la raíz del viaje, la pandemia del coronavirus, precisamente el día en que, por la mañana, el país homenajeó a las decenas de miles de víctimas en el Palacio Real de Madrid. El parón, la ausencia de público para frenar al virus, y las obras pendientes en el Santiago Bernabéu enviaron al equipo a Valdebebas.
Allí se encontraron con una paradoja. El lugar destinado a alojar el asalto a la Liga está vestido como una especie de factoría destinada a producir Copas de Europa, el alma escogida por la institución.
En el pórtico del estadio del Castilla, el escalón previo al primer equipo, una escultura de Alfredo di Stéfano celebrando un gol en un salto, las piernas encogidas, los brazos abiertos al cielo. No se trata de un gol cualquiera. Es el 4-0 al Vasas, de Budapest, en la ida de la semifinal de la Copa de Europa de 1958 en Chamartín. El argentino había anotado ya dos goles aquella noche, pero siguió empujando hasta completar el triplete, aún con 40 minutos por delante. Entonces estalló en esa celebración atrapada en la fotografía icónica de Agustín Vega, El Lija. Ahí aflojó el equipo, que unas semanas después terminó alzando su tercera Orejona contra el Milan en Bruselas.
Después de la escultura de Di Stéfano, en la orilla de la pendiente que lleva al público, y a las familias de las promesas, a la tribuna principal del estadio, se levantan réplicas de unos dos metros de cada una de las Copas de Europa del club, de 1956 a 2018. Pero hay que regresar a la de 1958, la de la foto de El Lija. Aquel año fue el último en que ese Madrid entregado a la gloria europea alzó en el mismo curso el trofeo continental y la Liga. Hasta que apareció Zidane en el banquillo y lo repitió en su primera temporada completa en el cargo, la 2016/2017. Casi 60 años más tarde. El orgullo del técnico francés.
También su obsesión declarada al regresar, empeñado en exprimir las oportunidades incluso con el viento de cara. La primera pausa de hidratación llegó inmediatamente después del gol de Benzema. Cuando los jugadores se juntaron en los alrededores del banquillo, el entrenador se fue a buscar a Hazard. Aparte de James y Bale, desafinados hace tiempo con Zizou, y de Jovic, coleccionista de calamidades, el belga ha sido el gran vacío de un triunfo coral. Tampoco estaba teniendo su noche contra los de Calleja, impreciso, habitual diana de faltas, y el entrenador, que acariciaba ya el título, se lo llevó a un lado para aconsejarle caminos por la banda. Y luego se fue con Mendy, socio por aquel costado, para afinar cómo ayudar al belga. Solo después de eso, volvió al gol y se acercó a felicitar a Casemiro, que robó la pelota que permitió a Modric asistir a Benzema. Un recordatorio de dónde empezó este título, en la defensa.
Allí también concluyó la conquista. Nada hubo de plácido en los últimos minutos, pese a la treta en un penalti con la que Ramos quiso regalar un gol a Benzema para que se acercara al pichichi. Se anuló y terminó tirando el francés. Pero faltaba el sufrimiento, también ensalzado mucho por Zidane, y las paradas al límite de Courtois, en especial una doble en el 93, cuando, con 2-1, el Villarreal creía en el empate. No sucedió. El Madrid aguantó, aunque ni hacía falta, porque en ese momento el Barcelona claudicaba en el Camp Nou. Pero el Madrid nunca miró allí, sino a sí mismo y la senda del paso a paso que marcó Zidane, tan feliz después.