Los Juegos Perfectos que sí tuvo Tokio
En 1964, Japón se mostró al mundo como un país renacido de las cenizas de la guerra y en la vanguardia tecnológica
Tokio ha tenido que desplazar sus Juegos, pero le queda el consuelo de que los hará el año próximo y de que ya organizó unos, en 1964, calificados unánimemente entonces como los Juegos Perfectos.
Tokio ya había tenido concedidos los de 1940, pero el COI se los quitó por su guerra con China y los fijó para Helsinki. Llegada la fecha, la guerra lo estaba arrasando todo, incluida Finlandia, en manos soviéticas.
Japón insistió y su candidatura fue ganadora sobre Detroit, Viena y Bruselas ya en primera vota...
Tokio ha tenido que desplazar sus Juegos, pero le queda el consuelo de que los hará el año próximo y de que ya organizó unos, en 1964, calificados unánimemente entonces como los Juegos Perfectos.
Tokio ya había tenido concedidos los de 1940, pero el COI se los quitó por su guerra con China y los fijó para Helsinki. Llegada la fecha, la guerra lo estaba arrasando todo, incluida Finlandia, en manos soviéticas.
Japón insistió y su candidatura fue ganadora sobre Detroit, Viena y Bruselas ya en primera votación, con 34 votos contra 10, 9 y 5 respectivamente. Así, el COI avanzaba otro anillo, pues eran los primeros Juegos en Asia. Ya sólo faltaba África. Tokio hizo honor a tal elección organizando unos Juegos impecables en una ciudad reconstruida, con un nuevo trazado en torno a ocho autopistas, espléndidas construcciones de nueva factura y un tren monorraíl aéreo de 13 kilómetros que llevaba del aeropuerto al centro. En España, donde ya se empezaba a hablar del milagro alemán, llegó la noticia de este otro, aún mayor, a través de los enviados de prensa y de los deportistas y dirigentes.
Fueron los Juegos de la tecnología. Por primera vez se televisaron en color (aquí aún no teníamos) y por satélite, en directo. El cronometraje electrónico sustituyó al manual en las pruebas de atletismo y natación. Tras desencadenar una guerra sucia y terrible, que la llevó a su destrucción y a una ocupación americana que se extendió hasta 1952 (con cierto tutelaje posterior), Japón emergió al mundo como un país renacido de sus cenizas, limpio, ordenado y en la vanguardia tecnológica.
Comenzaron el 10 de octubre. Los días previos llovió mucho, pero el de la inauguración lució un sol espléndido. Hiro Hito, el emperador cuya voz habían escuchado los japoneses por primera vez cuando radió el mensaje de rendición en 1945, declaró inaugurados los Juegos. El último relevo de la antorcha corrió a cargo del atleta Yoshinori Sakai, nacido el mismo día que cayó la bomba en Hiroshima. El mundo le conoció como El Bebé de Hiroshima. Era nacido en Miyoshi, un pueblo muy próximo, hoy ya barrio de la ciudad.
Deportivamente fueron unos estupendos Juegos. Estados Unidos dominó el medallero con 36 oros sobre 30 de la URSS, que sin embargo obtuvo más medallas en total. En aquellos años de la Guerra Fría las dos potencias se medían fieramente en la aventura espacial y en los Juegos.
Bob Hayes hizo 9,90s en las semifinales de 100 metros lisos, aunque no homologables por el viento. Ganó la final con 10,00. En 10.000m ganó un oficial americano de nombre William Mills, batiendo en el tramo final nada menos que a Ron Clarke, Memo Wolde y Mimmoun Gamoudi. Mills era un sioux de Dakota, donde nació con el nombre premonitorio de Corredor Valiente. Otro americano, Don Schollander, arrasó en natación. Era hijo de una excampeona que doblaba a Mauren O’Sullivan en las escenas de natación de las películas de Tarzán de Johnny Weismuller, viejo campeón olímpico. El título de pesos pesados de boxeo lo ganó Joe Frazier. Y se despidió la rusa Larisa Latynina con dos oros, dos platas y dos bronces. Entregó el trono a la checoslovaca Vera Caslavska, pero sus nueve oros, cinco platas y cuatro bronces entre Melbourne, Roma y Tokio fueron récord de medallas olímpicas hasta Phelps, y lo siguen siendo en categoría femenina. Abebe Bikila, oro ya en Roma, donde corrió descalzo, repitió triunfo, ahora calzado. Una vez llegó con gran ventaja, se entretuvo un tiempo en hacer unas tablas gimnásticas en la pista, para relajar y estirar los músculos. Bikila era miembro de la Guardia Imperial de Haile Selassie.
Pero la gran estrella fue el gigantón Anton Geesink. En aquellos Juegos apareció el yudo, deporte japonés. Se disputaron cuatro categorías por peso. Los japoneses arrasaban, pero en la categoría sin límite de peso se coló hasta la final el grandullón holandés, de 1,98m y 111 kilos, y ganó el oro ante el gran ídolo local, Akio Kaminaga. El yudo era predicado como una habilidad para que los débiles ganaran a los fuertes por el método de utilizar la fuerza del oponente en beneficio propio, provocando su desequilibrio con sofisticadas llaves. Geesink, que procedía de la lucha grecorromana, hizo valer su estatura y su peso sobre las refinadas técnicas de su rival.
Para Japón fue un desastre nacional. Corre la leyenda de que Kaminaga se hizo el hara-kiri después, pero no es cierto. Vivió hasta 1993. Un año antes estuvo entre los técnicos del equipo japonés de yudo en Barcelona 92. Japón se compensó algo con la victoria de sus chicas en voleibol, primer deporte de equipo en el que participaron las mujeres.
¿Y España? Pese a pedir la protección de San Francisco Javier en una misa la víspera del desfile inaugural, fue una total calamidad. Ninguna medalla. Lo más brillante fue el cuarto puesto en hockey y el quinto de López Rodríguez en la prueba de fondo de ciclismo y el sexto de Pipe Areta en longitud. El deporte en España se reducía a la trilogía clásica: fútbol, ciclismo y boxeo. Real Madrid, Bahamontes y Fred Galiana. El deporte olímpico era pobreza de medios y retórica en los medios.
El desastre se completó con la agresión de nuestro boxeador Valentín Loren al árbitro. La víspera había perdido su primer combate por descalificación Agustín Senín por dar cabezazos. Valentín Loren perdió a los puntos también en su primer combate. Cuando volvía al rincón subió Vicente Gil, presidente de la Federación, le habló y su reacción fue ir hacia el árbitro y darle un puñetazo. Eso le costó la inhabilitación a perpetuidad para el boxeo amateur y la expulsión de la Villa Olímpica, junto a Palenque, el seleccionador, que no tuvo arte ni parte. En el siguiente combate, Miguel Velázquez (que también cayó a la primera, ante un japonés) ocupó el rincón del propio presidente de la Federación.
Vicente Gil, el presidente de la Federación, era médico personal de Franco, y los cuatro boxeadores habían pasado la concentración en El Pardo, en el pabellón que antes fuera ocupado por la Guardia Mora, disuelta entonces. Gil obtuvo ese favor de su paciente a fin de ahorrarle a la Federación el precio que le pedía un hostal de Colmenar Viejo, donde estaba prevista la concentración. Y hasta consiguió que Franco les diera un pequeño fervorín antes de la partida. Miguel Velázquez (que haría una brillantísima carrera profesional) estaba en la pelea de Loren y no tiene duda de que Gil le calentó para provocar aquella reacción, que la prensa de la época no criticó, sino más bien amparó.
España aparte, los Juegos supusieron el reconocimiento de Japón como algo muy distinto a aquel país que contribuyó a desatar el peor desastre de la humanidad y simbolizaron la exaltación de la tecnología como una firme promesa de progreso.
Solo una sombra: al final de la primera semana, China, que no había participado por la presencia de Formosa (hoy Taiwán), reclamó la atención del mundo al detonar su primera bomba atómica en los primeros días de los Juegos. Fuera de la campana olímpica, el mundo retumbaba.